jueves, 26 de junio de 2008

Entre Puerto Montt y Puerto Varas con García Márquez a bordo de un bus interurbano


“¿Qué será de los niños que fuimos?”
(Enrique Lihn)

Era 1985 ó 1986. No lo recuerdo con exactitud. Sin embargo, lo que sigue es tan cierto como el aroma a terneros mojados de los láricos poemas de Teillier, o la amarilla nube de mariposas que Mauricio Babilonia arrastra tras de sí en los leídos Cien años de soledad del colombiano García Márquez. Un absoluto de teoría. Una verdad del porte de una catedral. Y como en ellas la creencia pesa más que su certidumbre, la fe más que su empiria, me atrevo a comentarlo ahora que la distancia ha disipado mis dudas de laboratorio, y el tiempo esa jabonosa inseguridad de adolescente con acné. Detrás de tamaña barricada, alcanzo a recordar que por entonces cursaba tercero o cuarto medio, no pasaba de los 15 años y leía como contratado. Sartre, Dostoievski o los latinoamericanos, una larga lista de autores recomendada por un par de profesores de fantasía que a pesar de la época, el Colegio y los programas del Ministerio de Educación, nunca dejaron de hacernos clases. Un mérito.

Nostalgia mediante, recuerdo que aquel día, como todos los días, regresaba a casa a bordo de un bus interurbano luego de la habitual jornada diaria de nueve horas y, como todos los días también, lo hacía de pie de acuerdo a la autoritaria costumbre patria que obliga a los niños a ceder el lugar a las personas mayores. Bajo el peso de la anunciada noche que todavía no alcanzaba a percibir como injusta, animadamente discutíamos con un compañero acerca de algún obscuro pasaje de los señalados Cien años de soledad del cual, pocas horas antes, habíamos rendido una prueba. Enredados en alguna de las muchas ramas de su árbol familiar, casi no nos dimos cuenta cuando uno de los pasajeros, con un indescifrable acento extranjero, nos interrumpió para corregir nuestra lectura y muy amablemente alumbrarnos con la suya. Agradecidos por su intervención, sorprendidos también por lo inusitado de su gesto, seguimos discutiendo hasta que las luces de la ciudad nos devolvieron a nuestras casas y, con ello, a su habitual rutina. Ya en ella, recuerdo mi estupor cuando horas más tarde, en mitad de la comida y frente al aparato de TV, una de las notas del informativo central señalaba que por esos días, Gabriel García Márquez, el mismo que un par de años atrás había recibido el Nobel por su aporte al desarrollo de las letras, estaba de viaje en el país. Sin convencerme del todo, y con la creciente preocupación de mi madre y mis hermanos ante mi evidente estado de alteración, mi desconcierto fue total cuando una de las imágenes dejó ver un increíble parecido entre el escritor y el sujeto que horas antes nos había abordado en el bus para precisar algún punto en el largo parentesco de los Buendía.

Excitado por la posibilidad, turbado un poco por lo que me parecía una clara manifestación mágica de lo real, al día siguiente se lo comenté a mi compañero de ruta, quien, ocupado en asuntos de mayor importancia, escasa atención me prestó. Atrapado entre el duodeno y algún otro recoveco del aparato digestivo, su apurada memorización para un control de biología lo había desconectado ya de este asunto. Desilusionado, entonces, por su temprana abducción al imperio de lo racional, juré no hacer lo mismo y menos olvidarme del hecho. Y aunque los años paulatinamente terminaron por imponerse con su carga de amnesia y realismo, cada tanto lo saco a colación con la secreta esperanza de volver a encontrarme, no ya con el celebrado autor de los Cien años, sino con el rostro vivo de los niños que ese día comenzaron a desaparecer.


[Inédito]

2 comentarios:

Unknown dijo...

esta historia me recuerda una anecdota de juventud de mi madre sobre un encuentro fortuito con el che guevara...sin saber quien era, ella recibio su sabio consejo...

me encanto tu relato, magico como la vida.

saludos
victoria

Leonardo Piña Cabrera dijo...

Hay una historia del filósofo chileno Martín Hopenhayn, publicada por el diario Noreste, en que cuenta cómo se encontró, en una fría mañana de Santiago, con Anthony Quinn. Si es que recuerdo bien, él venía bajando desde Providencia y a la altura de Plaza Italia, entró a un café para pasar el frío. Entonces fue cuando se encontró con el actor norteamericano y conversaron largamente... Lo increíble del asunto no es que Quinn estuviera en Chile, e incluso en ese anónimo boliche, sino que no hacía mucho había muerto...
Gracias por el comentario. Quizá deberías escribirlo...