jueves, 26 de junio de 2008

Esbozos para un ensayo de lo real y su poética de representación


Outlines for an essay of reality and its poetic representation


RESUMEN

A continuación se presenta una discusión teórico epistemológica relativa a la producción científica de conocimiento en la antropología y las estrategias de textualización para su derivado problema de representación. Sobre la base de una posición escéptica anclada en el radicalismo de Feyerabend y con un artículo del arqueólogo Francisco Gallardo como excusa textual, se intenta situar la discusión en nuestro país y avanzar hacia su resolución/no resolución a partir de elementos disciplinarios que lo amplíen, por una parte, al contexto de su producción y, por la otra, al juego de fronteras, disciplinarias como nacionales, en donde su producción/reproducción se mueve.

PALABRAS CLAVE

Antropología, conocimiento, representación, fronteras disciplinarias.

ABSTRACT

This paper presents a theoretical and epistemological discussion about the scientific production of knowledge in anthropology and the strategies required to overcome the problem of textualising the representation of that knowledge. Based on a skeptical position related to the radicalism of Feyerabend and an article from archeologist Francisco Gallardo, this text seeks to locate the discussion in our country and guide it towards its resolution/non resolution. Starting from the disciplinary elements the idea is to broaden the problem to reach the context of its production in one hand and the space of academic and national frontiers where its production/reproduction is performed, in the other.

KEY WORDS

Anthropology, knowledge, representation, social science frontiers.


“Se puede decir cualquier cosa de un sueño,
menos que sea una mentira. Lo mismo de un mito”
(Ernesto Sábato)

I

“¿Es más real el agua de la fuente/ o la muchacha que se mira en ella?”, se pregunta, sin respuesta, el fallecido poeta chileno Juan Luis Martínez. Y como reconociendo la naturaleza ambivalente, o múltiple, de la existencia humana (o al menos de la suya), acto seguido tacha su nombre y vuelve a firmar Juan de Dios Martínez, una variación personal con que busca autorreferirse de distinto y mejor modo. De nuevo inconforme, sin embargo, por segunda vez desestima su nombre, esta vez, quizá, por la incapacidad del lenguaje para rotular lo real, y desaparece en las páginas de su libro, ‘desajustadamente’ titulado La nueva novela.

Confusión de géneros, la introducción de una pregunta que colinda con lo epistemológico en un libro de poesía cuyo título busca aproximarse a la prosa en su pertenencia, a la vez que plantea la difuminación de los estancos, paralelamente señala el problema del conocimiento y quiénes pueden acceder y referirse a él. Materia de autoridad y de entrenamiento especializado, su emisión por boca de un poeta que ni siquiera terminó la enseñanza primaria y casi revolucionó las formas en la poesía de nuestro país, señala la improbabilidad, como apuntan varios autores (no tantos, en rigor), de una comprensión del conocimiento como exclusivo a los ámbitos académicos y de su dinámica productora como únicamente interna a ella.

Que el (acceso al) conocimiento, entonces, sea propiedad de la actividad científica y, en consecuencia, su racionalidad una herramienta que esté por encima de otras en tanto se ha arrogado, y también se le ha reconocido, un cierto papel en el supuesto progreso de la humanidad, es algo cuestionable, aunque no necesariamente su discusión haya supuesto algún retroceso efectivo de su accionar, o una menor valía al interior de nuestras sociedades. Que en nombre de la razón, como apunta Lyotard, se hayan escrito algunas de las más obscuras páginas de la historia, como los campos de exterminio o el desarrollo de la bomba atómica, o que sus resultados en los hechos no hayan significado un retroceso del hambre, la inequidad social y/o las enfermedades, como también anota Feyerabend para referir, entre otros, al escaso avance de la investigación médica en la comprensión y lucha contra el cáncer, son ejemplos que poco han conseguido en la desmitificación de su importancia y en su igualación, como efecto paralelo, con otros saberes o estilos cognitivos.

¿Por qué, sin embargo, esto ha sido así? ¿Por qué si la ciencia, como dice Feyerabend, “estuvo siempre en la avanzada de la lucha contra el autoritarismo y la superstición [de un modo tal que] le debemos nuestra incrementada libertad intelectual frente a las creencias religiosas [como] asimismo la liberación de la humanidad de antiguas y rígidas formas de pensamiento” (2001: 379), ahora hemos de padecerla al punto de reclamar, él mismo, contra el obscurantismo de sus prácticas y el analfabetismo de los científicos?

Reclamo posible de ilustrar con un viejo artefacto del también viejo Nicanor Parra –“¿y ahora quién nos liberará/ de nuestros liberadores?”–, el contundente ejemplo que acompaña Feyerabend para dar cuenta de la autoritaria y arrogante firma de un centenar de prohombres de ciencia en contra de la astrología con arreglo al peso de sus nombres y no a una contraposición argumentada (cf. Feyerabend, 1984: 161-163), repone la pregunta en torno al carácter, efectivamente científico, de la ciencia. Paradójico asunto, ¿es la sumatoria de pasos sistemáticamente dados en función del entendimiento de una incógnita, esto es la detentación de un método, la que la ubica en tan céntrico sitio, o es la supuesta abundancia de resultados con cargo a dicho método lo que ha terminado por instalarla ahí? Ambas preguntas, alumbradas y desechadas por Feyerabend en su artículo “Cómo defender a la sociedad de la ciencia”, a estas alturas, casi treinta años después de su formulación primera, podrían ser acompañadas por otra a propósito del efecto espejo que esta misma situación –el gravitante lugar que en nuestras sociedades ocupa la producción científica de conocimiento– tiene con respecto a la mantención de un tal estatus. De otra manera, la característica endogámica de los procesos que se producen y reproducen a sí mismos, y que Morin ha llamado recursividad, ¿no podría ayudar a comprender el sostenimiento de la importancia que aún sigue ostentando la ciencia en una suerte de retroacción de los efectos sobre sus causas (1988: 112)
[1]?

Pues bien, apuntando a la ciencia como otra ideología en el mar de ideologías que bañan las playas del fenómeno humano, Feyerabend sostiene la falsedad de la existencia de un método y su efectividad en materia de generación de resultados, toda vez que no sería cierto, lo primero, porque así como no desembocaría en teorías a partir de un levantamiento e inferencia desde los hechos (o de su apoyo en ellos), sino al contrario
[2], tampoco aquéllas –las teorías– podrían justificarse ni alegar excelencia por sí mismas más que como una marca de preferencia históricamente contextuada y por comparación con otras[3]. En último término, insiste, porque cuando se ha buscado someterlas a prueba, o no se llega hasta el final de la aplicación de tales criterios de evaluación, o ello no es realizable porque tales criterios, en rigor, no existirían. Lo uno, por ejemplo, porque si ello sucediera tal como propone Popper, la eliminada sería la ciencia y, lo otro, porque la propuesta de Lakatos no ofrecería reglas metodológicas para tal evaluación lo que, en la práctica, podría permitir la mantención de ellas hasta el infinito. En cuanto a lo segundo, esto es que la generación de resultados probaría la excelencia de su método, en su opinión tampoco lo sería cabalmente porque ello debería ir de la mano de una demostración de la ausencia de resultados por otras vías, y que los propios lo fuesen sin la intervención de otras mecánicas productoras, situación, a lo menos, controvertible.

Ideología dominante y totalitaria, su llamado a la separación de la Ciencia y el Estado como, en su momento, ocurrió con la Iglesia respecto de este último, estaría señalando el tipo de lugar que hoy ocupa y la necesidad, en consecuencia, de volver a valorar otros estilos cognitivos en igualdad de condiciones con ella. ¿Es dable, sin embargo, esta alternativa? ¿Qué hace que obstinadamente se la defienda y se señale a sus iniciados miembros como los únicos que pueden ejercer tales tareas, se menosprecie la labor de otros en otros ámbitos, o se iguale a la razón con la ciencia en un movimiento que, minusvalorando otras herramientas del conocimiento, hace que, por ejemplo, connotados antropólogos como el norteamericano Marvin Harris lleguen a decir que “la razón, la evidencia y la objetividad” (1994: 224), son las únicas que pueden realmente hacer aparecer “las verdades desnudas de la vida social”, dado que no sería plausible “esperar que los participantes de los estilos de vida expliquen sus estilos de vida [toda vez que] la conciencia cotidiana no puede explicarse a sí misma” (op cit: 13)? ¿Qué efectos, por otra parte, puede tener que se la distinga como una actividad exclusiva de mentes privilegiadas y, por tanto, se les conceda la posibilidad de conducir al resto de los seres humanos, cuales impúberes, por los caminos del misterio solo a ellos revelados?


II

En marzo de 2000, Francisco Gallardo, un conocido arqueólogo chileno, publicó en el Boletín de la Sociedad Chilena de Arqueología un artículo que tituló “Teoría: todo lo que siempre quiso saber y nadie le quiso contar con franqueza acerca de este asunto en antropología”. La reacción, a lo menos generosa en calificativos de diverso tipo, podría afirmarse que no dejó a nadie –en el reducido mundo que en nuestro país forman las disciplinas antropológicas, claro– indiferente. Que la antropología, como hija de la ciencia, y la actividad teórica, como una de sus operaciones básicas, fuesen reducidas e igualadas a otras de las muchas que configuran la vida social, era impensable, y más si en la argumentación se la refería, no sin sarcasmo, como “una actividad no más o menos especializada que cualquier otra, y no más compleja que preparar un martini seco o una paella a la valenciana” (2000: 57).

Reaccionando humorísticamente, pero muy en serio, a la extendida imagen que ha hecho de la producción teórica un tipo de empresa reservada a personas de inteligencia superior reunidas en torno a los edificios conceptuales de la ciencia, Gallardo ironizaba respecto de las muchas formas que un mismo hecho podía adoptar según fuese el prisma teórico con que se lo observase y, desde ahí, se preguntaba acerca del valor relativo de tales lecturas. Entendiendo a la teoría, entonces, como “un puñado de conceptos emparentados de manera consanguínea y matrimoniados por todas las de la ley […] cuyo único y simple fin es dar un sentido único y particular a un acontecimiento, cualquiera sea éste” (op cit: 58), su razonamiento, resumido al máximo, sostenía que conocer y expresar esos conocimientos no eran cuestiones privativas de la ciencia, pero que, alojadas ahí y a propósito de su búsqueda, podrían reconocerse tres actitudes o lugares filosóficos desde los cuales ésta se ha emprendido, esto es mirar, escuchar y sospechar, las tres fuentes no escalonadas que cerrarían el círculo del conocer occidental, y alrededor de las cuales se podría agrupar el conjunto de escuelas, o ismos, que a lo largo del tiempo han venido constituyendo su tradición y diferenciando, en sus prácticas, esas tres herramientas.

“Punto de vista acerca de los hechos” (op cit: 59) y no otra cosa, que a esta actividad se la haya terminado revistiendo de un cierto “aura místico y bastante rococó” no sería, en su juicio, “un efecto de profundidad, ni el resultado del fino y delicado acto de mirarse al ombligo, sino más exactamente de la proliferación de un vocabulario diseñado más para diferenciar y aburrir a la audiencia poco interesada, que para aclarar las cosas a otros” (op cit: 57)
[4]. Metalenguaje sofisticado, en otra parte y refiriéndose a lo dicho por Lévi-Strauss sobre el particular, el también antropólogo Clifford Geertz ha apuntado que “la explicación científica no consiste, como tendemos a imaginar, en la reducción de lo complejo a lo simple” sino, más bien, “en sustituir por una complejidad más inteligible una complejidad que lo es menos” (1997[1973]: 43).

Más o menos admitida esta situación de expropiación del acceso al conocimiento por parte del especialista en la persona de los no iniciados, que ello suponga aceptar, como casi no plantea Gallardo, que siguiendo ciertos pasos cualquiera podría estar en camino de alcanzarlo, parece una cuestión que está más allá de los umbrales de tolerancia de los científicos o académicos aún cuando su elaboración no suponga, como en Feyerabend, una actitud de escepticismo respecto de la ciencia como mecánica privilegiada, si no única, para producirlo. ¿Por qué, sin embargo, el encendido rechazo a este punto en particular de la lectura del artículo de Gallardo si en él, como se dijo, no se buscaba poner en discusión la necesidad de la ciencia y el pensar teórico y, menos, desconocer el hecho –nada agradable, en sus palabras– de que su actividad conlleve, como efecto asociado, una construcción de la realidad? ¿Cabe aquí una respuesta puramente disciplinaria, de tipo internista, si en tales reacciones, además de exceso de gravedad por la utilización humorística de nombres propios y teorías, pudo constatarse apego al pequeño nicho, y defensa, en consecuencia, del conjunto de regalías, privilegios o prestigios, por pequeños que estos puedan ser, que una tal posición, ser científico, y sus prácticas, realizar investigación, otorgan?
[5].

Afirmando, en suma, la inexistencia de paradigmas en competencia, sino de personas que actúan como si ello fuese así, Gallardo volvía a relevar los muchos intereses ideológicos (conscientes e inconscientes) que pueblan la actividad del conocimiento y la necesidad, en último término, de actuar responsablemente en tal ejercicio. De paso, puso el dedo en la herida a propósito de la construcción de lo real que ello supone resituando, indirectamente, la pretensión, utopía incluso política en Feyerabend, de un conocimiento no intermediado por el investigador, esto es que “sería mejor escuchar directamente los relatos, sin el filtro de una entidad intelectual interpuesta entre la fuente y quienes pueden aprender de ella” (1984: 155).

Abordado desde diferentes sitios, sin embargo, la posibilidad/imposibilidad de un conocimiento así alcanzado parece improbable dado los invisibles pero fuertes hilos que amarrarían a la persona del investigador a la realidad que estudia, más aún desde que el físico alemán Werner Heisenberg aportara sus hallazgos en torno al principio de la incertidumbre y la dificultad de calcular, simultáneamente y con precisión, algunas variables (la posición y el momento lineal de una partícula, p.e.), de forma de reducir a cero su presencia en los resultados finales alcanzados en laboratorio. Si en esa realidad protegida, entonces, ello era imposible, su extensión a los fenómenos sociales, no hacía más que remarcar lo incierto del conocimiento
[6]. En otro espacio y tiempo de esta discusión, y a propósito de la emergencia de la realidad en y por el lenguaje, el biólogo chileno Humberto Maturana ha señalado que si la realidad surge con su denotación y en ella quien la realiza viene incorporado, no solo no podría haber un conocimiento objetivo, sino que se estaría ante la evidencia de que “fuera del lenguaje nada (ninguna cosa) existe, porque la existencia está ligada a nuestras distinciones en el lenguaje [vale decir] que el observar no revela una realidad independiente, sino que constituye lo observado como una configuración de coordinaciones de acciones consensuales en el lenguaje” (1997: 113-114)[7].

Igualmente crítico en la materia, pero alegando el fracaso de la ciencia no solo en su intento de controlar el objeto de su conocimiento, sino también en el de reconciliar las demandas contradictorias de la representación y la comunicación, el antropólogo estadounidense Stephen Tyler ha señalado que “cuanto más el lenguaje se volvía su propio objeto, menos tenía que decir sobre cualquier cosa. De este modo, el lenguaje de la ciencia devino el objeto de la ciencia, y lo que había comenzado siendo percepción no mediada por conceptos devino concepción no mediada por perceptos” (1998[91]a: 299). Así, remarcando el carácter crítico de esta situación, para este autor “a medida que la ciencia se comunicaba mejor y mejor sobre sí misma, tenía menos y menos que decir acerca del mundo” (ibid), uno, por el desplazamiento habido desde el original interés en el lenguaje como representación (de la naturaleza) hacia su atención en él como (y para su) comunicación y, dos, por la negativa, o imposibilidad, del lenguaje de perfeccionarse a sí mismo dadas las constantes brechas que el intento de aprehender conceptualmente lo real iba abriendo. Como sea, en su juicio, la pérdida del sentido inicial de la ciencia sería muy clara, más todavía porque “en un exceso de democracia, el acuerdo entre los científicos devino más importante que la naturaleza de la naturaleza” (ibid).

Ahora bien, como interpelado por una de las piedras/palabras que él mismo arrojara, en este punto Feyerabend, a propósito del distanciamiento de la ciencia y sus objetivos primeros, afirma la dificultad de que en su interior se de ese encuentro entre dato y conocimiento, puesto que en un modelo como el científico, este último vendría dado de antemano por la teoría y no por la indagación misma y, en muchos casos, como en el de la medicina occidental por ejemplo, por el préstamo/imposición desde otros dominios, como los de la biología, la química y la física. De esta forma, según su entendimiento, “el comportamiento total de un organismo puede que no se conforme a las leyes de la biología sugeridas por experiencias no médicas. Pero esto es algo que no llega a descubrirse nunca, pues, una vez impuestas las leyes biológicas sobre la práctica médica, prestamos atención a la evidencia biológica y ya no a la evidencia médica” (1984: 207), de lo que resultaría, finalmente, que “el médico científico ve al paciente a través de los cristales de alguna teoría abstracta; [dado que] al depender de una teoría, el paciente se convierte en un sistema de alcantarillado, o en un agregado molecular, o en un saco lleno de humores” (op cit: 208)
[8].


III

Esta situación, que bien podría suponer un cerrar la puerta e irse para la casa a la manera que hace Murdock, y relata Borges en su conocido cuento El etnógrafo, a raíz de la belleza del secreto que ha alcanzado y su ninguna correspondencia con la frivolidad de la ciencia, o como también describe Vargas Llosa en su novela El hablador para el caso de Mascarita, quien también abandona sus estudios de etnología para zambullirse en la profundidad de la vida social machiguenga, una cultura tradicional de la selva amazónica, en antropología ha significado una interesante discusión que, aunque ha puesto en tela de juicio el estatuto científico de la disciplina, ni con mucho ha significado renunciar a la tarea, acaso ha agregado densidad a su problematización.

En este sentido, aunque para Adams “el antropólogo, a pesar de haberlo intentado, no ha tenido más éxito que el filósofo en la objetivación del otro, dado que es imposible objetivar el sí mismo” (2003[1998]: 19), como tampoco despojarse de un juicio moral en tanto la antropología está constituida por seres humanos, en su reflexión ello no supondría que no pueda ser ciencia, toda vez que a la existencia y desarrollo de una batería conceptual propia, se agregaría la posesión de recursos metodológicos más o menos singulares y la búsqueda de evidencia externa a través de la observación y la experienciación.

Por su parte, el mexicano Néstor García Canclini, tratando de responder a la implícita pregunta de si todo este cuadro y dificultades implicarían desechar la tradición empírica de la antropología, señala que:

el reconocimiento de esta complejidad del trabajo de campo, así como de su interacción con los dispositivos textuales e institucionales en que se constituye su sentido, no tiene por qué reducir la importancia y el valor de ir al campo. Hacer antropología, o simplemente hacer investigación, requiere datos, y para obtenerlos es necesario hacer trabajo en el terreno. Las discusiones teóricas y la crítica a los textos antropológicos sirven para ser más conscientes de que los datos no están en el campo, esperándonos, y que son resultado de procesos sociales, institucionales y discursivos de construcción; pero la labor teórica no puede sustituir el esfuerzo por obtenerlos. Más bien aumenta la necesidad de tener más datos, volver una y otra vez al campo para someterlos a prueba (2004: 111-112).

Indicando estos inconvenientes también como una posibilidad, y ligando esta reflexión al desarrollo de la línea interpretativa en antropología y, más tarde, a su continuación entre los llamados posmodernos norteamericanos, una primera utilidad de esta línea de trabajo, a decir del mismo García Canclini, es su llamado a:

volvernos más atentos a las variadas situaciones que intervienen en la formación del saber antropológico y en la construcción de la singularidad de la disciplina [precisando que] una novedad en los debates de los últimos años sobre las viejas preocupaciones por la cientificidad de la antropología es no quedarse en la crítica ética (¿dice el etnógrafo la verdad?) o en la impugnación política (los intereses colonialistas impiden a muchos antropólogos ver correctamente o los impulsan a deformar lo real). La problematización se ha vuelto más radical al cuestionar epistemológicamente las condiciones en que se produce el saber antropológico y en que se elabora su comunicación a través de mediaciones textuales e institucionales (op cit: 105).

Antes de este giro o apertura, sin embargo, la antropología hubo de transitar desde concepciones totalizadoras, estáticas y normalizadoras, y cuyos productos, etnografías realistas y monológicas escasamente preocupadas por su facturación textual y el componente subjetivo de la propia presencia, paradójicamente, arrancaban su autoridad del socorrido estar allí antropológico, hacia otra menos autoritaria y cada vez más consciente de las relaciones intersubjetivas que en su labor se generan, esto es etnografías polifónicas, dialógicas y dispersas en su autoría, multitextuales o experimentales en su construcción, muchas veces literarias o derechamente poéticas
[9], y enmarcadas en lecturas interpretativas y reflexivas de la realidad.

Suma de muchos retazos, uno de los primeros libros que en esta línea se editó, el conocido y tardíamente publicado El antropólogo como autor, claramente reacciona al hasta ese momento extendido supuesto de que “los buenos textos antropológicos deben ser planos y faltos de toda pretensión [y que, en consecuencia] no deben invitar al atento examen crítico literario, ni merecerlo” (Geertz, 1989: 12), llamamiento que con la realización del Seminario de Santa Fe, en abril de 1984 en los Estados Unidos, amplificaría esta preocupación de forma que, en un corto tiempo, a la interpretativa imagen de las culturas como textos, cada vez más se le ha ido agregando una comprensión de la etnografía como género literario o, si se lo quiere de un modo más crítico como el apuntado por el antropólogo argentino Carlos Reynoso, más ocupada “de los textos sobre la cultura que de abordar la cultura como texto” (1998[91]: 31)
[10]. Lo uno, por la idea de que hacer etnografía “es como tratar de leer, en el sentido de ‘interpretar un texto’, un manuscrito extranjero, borroso, plagado de elipsis, de incoherencias, de sospechosas enmiendas y de comentarios tendenciosos y además escrito, no en las grafías convencionales de representación sonora, sino en ejemplos volátiles de conducta modelada” (Geertz, 1997[73]: 24); lo otro, por la naturaleza ficcionada de su ejercicio y el papel que en ello le cabría al antropólogo “en el sentido de que son algo ‘hecho’, algo ‘formado’, ‘compuesto’ –que es la significación de fictio– no necesariamente falsas o inefectivas o meros experimentos mentales de ‘como si’” (op cit: 28); y, lo último, por el surgimiento de una suerte de antropología de la antropología preocupada “de analizar críticamente los recursos retóricos y ‘autoritarios’ de la etnografía convencional y de tipificar nuevas alternativas de escritura etnográfica” (Reynoso, 1998[91]: 28).

Componente históricamente marginal al interior de la disciplina, la introducción de esta preocupación por el texto, no obstante se la pueda minimizar señalándola como puramente formal o estética, ha planteado interesantes cuestiones de fondo en torno al modo en que el otro aparece o desaparece en él toda vez que, como ha dicho el norteamericano James Clifford, “si la etnografía produce interpretaciones culturales a partir de intensas experiencias de investigación, ¿cómo es que la experiencia, no sujeta a reglas, se transforma en informe escrito autorizado?” (1998[91]: 144). O puesto de otro modo, “¿cómo es, precisamente, que un encuentro transcultural, locuaz y sobredeterminado, atravesado por relaciones de poder y desencuentros personales, puede ser circunscrito como una versión adecuada de ‘otro mundo’ más o menos discreto, compuesto por un autor individual?” (ibid). Nunca cabalmente tomado en serio, para Geertz, en tanto, “la rareza que supone construir textos ostensiblemente científicos a partir de experiencias claramente biográficas, que es lo que al fin y al cabo hacen los etnógrafos” (1989: 19-20), habría sido arrinconada en cuestiones relativas a la mecánica del conocimiento remontando “las dificultades que [aquéllos] experimentan a la hora de construir tales descripciones a la problemática del trabajo de campo, en vez de a la del discurso” (op cit: 19), y quedando su presencia, consecuentemente, “relegada, del mismo modo que otras cuestiones embarazosas, al prefacio, las notas o los apéndices” (op cit: 26).

Tema complejo, esta inquietud por el texto y las diversas búsquedas que en torno suyo se han elaborado, y que ordenadas por Reynoso en tres grandes grupos de inclusión serían expresión, más o menos, de un similar reparo al modelo científico y sus derivadas dificultades de representación
[11], a partir de la publicación del Diario de Malinowski, para un autor como Geertz, sería más un problema literario de descripción participante que un asunto únicamente referido al método de su observación, o al sustrato psicológico si en su opción se adopta un enfoque del tipo yo testifical. En este sentido, “el problema, por plantearlo en términos tan prosaicos como sea posible, es el de cómo representar el proceso de investigación en el producto de la investigación” (1989: 94).

Planteado como “el paso de lo que ocurrió allá a lo que se cuenta acá” (op cit: 88), Tyler, por su parte, afirmando que la retórica de la etnografía no sería científica ni política sino ética dada la implicancia de su prefijo etno–, sitúa el problema precisamente en que ésta se contextualizaría por medio de una tecnología de comunicación escrita, en este caso dada por la presencia de su sufijo –grafía, cuestión que no sería menor ni gratuita toda vez que traería consigo el problema de su textualización. Dada la especificidad ética de su discurso, en una etnografía así dibujada los demás discursos se relativizarían, justificarían y adquirirían significado, determinándose su trascendencia no porque describa algún conocimiento (retórica de la ciencia), o porque produzca alguna acción (retórica de la política), sino porque evocaría “lo que no puede ser conocido discursivamente ni perfectamente conocido, aunque todo lo que conoce es como si fuera discursivamente y todo lo que conoce es como si fuera a la perfección” (1998[91]a: 298). Ello porque, como se adelantó, su forma de comunicación es escrita y, como tal, configura una impresión acerca de la cosa que conoce, no ya porque la presente o represente, sino porque la torna disponible a través de su ausencia.

En este mismo sentido, sigue Tyler, “habiendo percibido el significado limitante del segundo miembro del término compuesto ‘etnografía’ (‘–grafía’, de graphein, ‘escribir’), algunos etnógrafos han domado al salvaje, no con la pluma sino con el grabador, reduciéndolo a un ‘hombre lineal’”, no obstante su pretensión, en principio, fuese la de retornar a la performance oral o al diálogo y, así, abrir un espacio en el texto al nativo (op cit: 303). Solo pretensión, en su juicio ellos ejercerían “un control total sobre su discurso y le roban la única cosa que le había quedado: su voz” (ibid). Así las cosas, al igual como ocurriría en el juego de la representación política, esta práctica también supondría un acto de represión dado que estaría relacionada, en sus palabras, con el hecho de que “la típica ‘descripción’ etnográfica ‘desescribe’ al nativo; el etnógrafo ‘habla por’ el nativo, representándolo –para sus propósitos– en el discurso aparentemente universalizado de la antropología” (1998[91]b: 289) y transformándolo, en adelante, en tanto texto, en “una reserva de información que puede ser objetivamente manipulada, diseccionada, reutilizada y puesta en uso para propósitos determinados, independientemente del texto mismo o de sus circunstancias originarias” (ibid). De ahí en más, continúa, se estaría en presencia de “una doble sustitución/represión, pues la voz del otro se representa en la letra de su representador. El movimiento de lo oral a lo literario en la ‘descripción’ (write-up) es a la vez re-presentación y re-presión. Representar es reprimir, y la escritura es la tecnología de la representación/represión” (ibid).

Sesudo problema, mientras para Geertz “el más directo modo de llevar a efecto el trabajo de campo como un encuentro personal y, al mismo tiempo, la etnografía como un relato fiable, es convertir la forma de diario que Malinowski empleó para confinar sus pensamientos impuros en un polaco garabateado, en un género ordenado y público, algo que todo el mundo pueda leer” (1989: 94), para autores como Tyler iría aún más allá por cuanto “lo importante del discurso no es cómo hacer una representación mejor, sino cómo evitar la representación” (1998[91]a: 303), ello porque “toda la ideología de la significación representacional es una ideología del poder. Para romper su hechizo tenemos que atacar la escritura, la significación representacional totalizadora y la autoridad autorial” (op cit: 305-306). En acuerdo con ello, su propuesta estaría señalada por la necesidad de elaborar:

un texto cooperativamente desenvuelto, consistente de fragmentos de discurso que pretenden evocar en las mentes del lector y del escritor una fantasía emergente de un mundo posible de realidad de sentido común, y provocar así una integración estética que poseerá un efecto terapéutico […] en una palabra, poesía; pero no en su forma textual, sino en su retorno al contexto y a la función original de la poesía, la cual, por medio de su ruptura performativa con el habla cotidiana, evocaba recuerdos del ethos de la comunidad e impulsaba así a los oyentes a actuar éticamente (op cit: 300)
[12].

Expuesta esta ampliación del registro como necesidad a partir de la evidenciación de las complejidades del trabajo de campo y su ocultamiento en el pálido retrato que de él ha venido haciéndose en las monografías realistas, en el II Congreso Chileno de Antropología llevado a cabo en noviembre de 1995 en la ciudad de Valdivia, el antropólogo chileno Yanko González, llamando la atención en torno a las muchas posibilidades con que puede entenderse a la etnografía y cómo, contrario sensu, se la fue restringiendo hasta casi convertirla en una mera descripción naturalizada o proveedora de datos, se introdujo en el llamado giro poiético habido al interior de la disciplina, en especial desde que comenzara a apreciarse su particular vinculación con el trabajo teórico. Ocurrido hacia finales de los 60 en el marco de la corriente interpretativa, su decantación incluso como antropología poética, una suerte de intergénero que marcaría “un giro más o menos conflictivo con las ciencias sociales, con la antropología y tangencialmente con la propia etnografía” (1997a: 248), a decir de este autor guardaría relación, por una parte, con el reconocimiento del esfuerzo etnográfico en otras veredas no exclusivamente disciplinarias y, por otra, con una cierta subversión epistemológica, o desacato al cientificismo, que habría llevado a la radicalización de la subjetividad en la descripción de la alteridad por parte del etnógrafo que, en adelante, comienza a aceptarse, también, como su tamiz y autor y, en consecuencia, a explorar otras formas discursivas para la construcción de tales relatos.

En esta línea, la posibilidad de reconocer etnográficamente otros registros, poéticos en este caso, en la medida que “se centran en grupos culturales diferenciados e intentan comprender y dar cuenta de éstos a un lector que opera como audiencia, siendo el poeta el observador y traductor de claves culturales que aparecen problemáticas de ser resueltas” (1997a: 252), no solo estaría hablándonos de que “siempre se hizo etnografía fuera de la etnografía, importando un bledo. [O que] siempre se incurrió en la factura, a través de todos los medios posibles, de etnografías experimentales, buenas y malas” (1997b: 258), sino también de que la necesidad comprensiva de lo otro no sería privativa de la antropología y, por extensión, del mundo científico donde aquélla se ha inscrito. Por el contrario. Cuestionados los límites disciplinarios, o relevados más bien como limitantes, la difuminación de las fronteras genéricas y el descrédito de la procedencia académica como la única autorizada para el ejercicio de esta empresa, actuarían, en la elaboración de González, como una oportunidad para la mejor ‘representación’ de las realidades otras que se intentan ‘presentar’, siendo esta antropología poética mucho más que solo una tentativa revitalizadora de los relatos a partir de la utilización de las herramientas de la literatura, en especial de la metáfora en tanto su tropo más importante
[13].

Por su parte, el ya presentado Francisco Gallardo junto al también antropólogo Daniel Quiroz, en la introducción a un libro inédito tentativamente titulado Un almuerzo desnudo: Ensayos sobre experiencia, poética y cultura material, que reúne las ponencias del Encuentro Antropología, Representación, Poética, realizado en la ciudad de Ancud, entre el 26 y el 29 de marzo de 1998, apuntan que:

la metáfora, que es la base del lenguaje poético, nos autoriza a decir algo de una manera original, novedad cuya residencia es única y habla desde el mundo inconsciente instaurado en nosotros mismos [quedando, el texto poético,] a merced de una tensión, un supuesto entre lo uno y lo otro que no se resuelve, pero que en su indeterminación instala un flujo de metáforas que corren en la dirección de la experiencia y la revelación (s/f).

Afirmando, asimismo, que “esta opción escritural es quizás una de las vías de solución proclamadas por la etnografía posmoderna para liberarnos (o tal vez simplemente para recuperarnos de tanto en tanto) de esa neurosis (que es una enfermedad profesional como la silicosis o el alcoholismo) que supone el escribir textos donde el sujeto no parece tener relación con el objeto” (op cit), como González, estos autores amplifican la incursión y el efecto de lo poético en la antropología llevándolo a un terreno que no reside, únicamente, en lo estético o formal, esto es lo epistemológico en tanto ello supone un cuestionamiento, y una herramienta, de y para la observación: “en antropología, como en arqueología, lo poético es un modo de mirar (lo de siempre o lo ignorado), que al ser oblicuo cancela esa demoledora tentación de mirar al ‘otro’ de frente y verse reflejado” (ibid).

Levantada, entonces, la fuerza evocadora de la imagen poética como posibilidad para la escritura etnográfica, para Tyler su textualización no debiera constituir un problema prioritario toda vez que resuelta en conjunto con la población nativa, lo que importaría, a decir de él, es que el énfasis esté puesto en “el carácter emergente de la textualización, y en que la textualización sea sólo el movimiento interpretativo inicial que proporciona un texto negociado para que el lector lo interprete. El proceso hermenéutico no está restringido a la relación del lector con el texto, sino que incluye también las prácticas interpretativas del diálogo originado” (1998[91]a: 302).

Reparando en la dimensión dialógica de la experiencia de campo, por lo general aplastada por la tradición analógica de la escritura etnográfica convencional, Tedlock, en tanto, ha propuesto como alternativa un amplio programa que iría bastante más allá de la textualización del diálogo por la vía de su representación, la inclusión de citas nativas, o la preparación de colecciones de textos nativos o de autoría plural. Avances no del todo suficientes, para él éste ha de ser un tipo de escritura que sea capaz de vehicular la intersubjetividad del encuentro investigador/informante, la riqueza singular de los mundos ahí construidos, la continuidad de su diálogo incluso cuando la copresencia ha cesado, en suma, un tipo de escrito tal que reconozca que “en tanto que un diálogo se esté desarrollando, no es posible ninguna metanarrativa abarcadora” (1998[91]: 278)
[14]. Un texto, entonces, que no lo detenga en la persona del autor y lo amplíe hacia la de su co-autor, es decir que responda al estatuto de paridad habido en la situación dialógica y, desde ahí, marche hacia el reconocimiento del otro no solo como un sujeto productor de textos, sino también como intérprete de ellos. En palabras de Tedlock, ello guardaría relación con:

dejar que los otros, sean consultores en plenitud o meros intérpretes, se hagan cargo de casi todo el peso de la traducción y que depuren de este modo su inglés o su francés o su pidgin después de hacerlo. Este es el escándalo que se esconde detrás de la escasez y la pobreza de discusiones sobre la traducción en la antropología. Y es la suprema ironía de una antropología que afirma ser interpretativa sin reconocer el hecho de que los otros no son sólo productores de textos, literales o figurativos, sino también intérpretes de textos, intérpretes en el pleno sentido, incluyendo a los traductores (op cit: 282).

Paso hacia adelante en la ampliación del entendimiento interpretativo y la búsqueda de otras formas de textualización, Tedlock también ha planteado que “si una re-presentación significa a veces reproducir una experiencia pasada en un nuevo tiempo y lugar para una nueva audiencia, entonces la traducción no es representación. La traducción no reproduce ninguna experiencia que alguien haya tenido. En vez de eso crea una nueva experiencia” (op cit: 281), vale decir que construiría una otra interpretación, un punto a partir del cual se confiere al diálogo que hay en o detrás suyo (sea éste interno o con el otro), un valor interpretativo en sí mismo y un carácter móvil no reducible en comprensiones totalizadoras
[15]. En este sentido, a la pregunta que él mismo se hace con respecto a si el discurso escrito podría seguir siendo dialógico si es controlado por una sola persona, se responde que:

Hay dos sentidos importantes en los que un solo autor no puede posiblemente ejercer control. Primero que nada, ni la intención del etnógrafo ni la del otro con quien él dialoga pueden controlar lo que Gadamer llama la ‘virtualidad hermenéutica’ que rodea todo texto en el momento en que entra en el mundo del lenguaje preexistente; al mismo efecto Bajtín llamó ‘heteroglosia’. Segundo, aún si ignoramos el texto virtual que rodea a un texto real, ningún autor, por lo menos a largo plazo, puede ser lo que Kristeva llama el ‘sujeto unario’, que produce un texto que es completamente consistente consigo mismo. Cualquier autor es tarde o temprano un ‘sujeto escindido’ o un ‘sujeto en proceso’, y no algún todo unitario que ejerce una voluntad autorial. Los autores que dejan espacios para el discurso de otros más allá de aislados ‘términos nativos’ e incluso más allá de frases completas, han reconocido por lo menos la existencia de sujetos hablantes aparte de ellos mismos. Además está el hecho del descubrimiento de que ningún sujeto, sea entre nosotros mismos o entre los otros, es capaz de un monólogo sin quiebras (op cit: 285)
[16].

Recogiendo el aporte del crítico literario ruso Mijail Bajtín, Tedlock trae a colación el concepto de heteroglosia, esto es aquella característica que señala al lenguaje como un reducto inestable, dinámico y en constante diferenciación a raíz de las disputas de uso y significado dadas entre los grupos, de muchos modos diversos, que en él se relacionan. Terreno de enfrentamientos varios (sociales e ideológicos, p.e.), en sus palabras, ello dificultaría, junto con la intersubjetividad propia del lenguaje, su apropiación monológica por parte de un único autor y llevaría, a Reynoso, a la vez que a sindicar a Bajtín como el fundador de la dialógica, a reparar en el continuo de un diálogo y su intertextualidad como unas de sus propiedades:

cualquier expresión, por autónoma o completa que parezca, no es otra cosa que un momento de un diálogo, un fragmento en el proceso continuo de la comunicación verbal o intertextual. Aun en un texto identificable que en apariencia cierra un conjunto de postulados, es posible detectar que los contenidos responden a otros textos y predecir que a su vez será respondido por otros más. Un texto (o un monólogo) no es sino una unidad de una intertextualidad continua (1998[91]: 26)
[17].

Relevado el valor de la intersubjetividad en las relaciones de campo y, por extensión, el de la naturaleza cooperativa que subyacería a toda producción de entendimiento (sea que éste surja efectivamente por la vía del acuerdo, sea que lo haga a través del desacuerdo), lo que parece cobrar un nuevo aire con ello es el enfoque interpretativo, por una parte, y la conversación como su recurso preferencial, por la otra. Así, a la ascensión al rango de intérprete de textos y no ya solo de productor de ellos hecha en la persona del nativo, le ha seguido un cierto movimiento tendiente a reconocer la importancia de la conversación no solo como lo que «naturalmente» se hace en la vida social y en las prácticas de la investigación antropológica, sino como una interesante posibilidad para hacer frente al no resuelto problema de la representación.

De una forma concebida, entonces, la conversación como “el vehículo más importante para mantener la realidad; [dado que,] operando en el sentido del mecanismo conversacional el individuo protege y confirma la consistencia de su mundo” (Rapport, 1997: 180-181), a la vez que se provee de un sostén que le “sirve para estructurar las percepciones subjetivas en un orden social típico, intersubjetivo, cohesivo y universal” (op cit: 181); de otra manera, prosigue el mismo autor, también se podría avanzar en una textualización más «conversacional» de su experiencia de conocimiento si se acepta su extendido uso en la antropología como foco, tema e imagen dada la importancia de lo que ‘naturalmente está en ocurrencia’, esto es que va al corazón mismo del intercambio social y del proceso cultural:

La representación puede tender fatalmente a la reducción, de la misma manera en que los conceptos reemplazan a procesos complejos de interpretación y los textos únicos sostienen intercambios variados. Sin embargo, si juntamos en un texto las voces distintas, diversas e incompatibles y las epistemes de un medio social de modo tal que subraye su irreconciabilidad y que su interacción pueda describirse como ‘escribiendo como conversación’, entonces todavía puede ser posible aseverar que ‘la conversación epistemológica de este texto es como la conversación cotidiana de la vida social’ (op cit: 179).

Ahora bien, siguiendo a Tedlock, quien sostiene que las diferencias de estatus habidas entre autor y crítico se difuminarían “desde un discurso íntegramente dialogizado, llevado adelante con plena conciencia de que la interpretación es inherente al discurso y no solamente algo que se hace después que el ‘texto original’ ha sido establecido” (1998[91]: 286-287), se estaría en condiciones de llegar, por otro camino, a visualizar al lector como parte integrante de sucesivas redes de elaboración y reelaboración interpretativa. Rota la cadena autoritaria que situaba al autor como el único dador de la realidad, se rompería, asimismo, esa otra que hacía del lector un pasivo receptor de él, estableciéndose, como postula Tyler, “la idea de que el tránsito trascendental, el momento holístico, no está textualmente determinado ni es derecho exclusivo del autor, sino que en lugar de eso es la interacción funcional de texto-autor-lector” (1998[91]a: 306). Al respecto, él mismo prosigue:

La etnografía posmoderna no practica la síntesis en el interior del texto. El tránsito sinóptico es una trascendencia no sintética que es evocada por (pero que no es inmanente a) el texto. El texto posee la capacidad paradójica de evocar la trascendencia sin síntesis, sin crear en el interior de sí mismo dispositivos formales y estrategias conceptuales de orden trascendental. En común con el programa de Adorno, la etnografía posmoderna evita cualquier suposición de una armonía entre el orden lógico-conceptual del texto y el orden de las cosas, y procura eliminar el nexo sujeto-objeto rehusándose a la posibilidad de su separación o a la dominancia del uno sobre el otro en forma de texto-como-espejo-del-pensamiento. Ella cumplimenta una utopía cognitiva no de la subjetividad del autor o de la del lector sino del autor-texto-lector, una mente emergente que no tiene locus individual, y que en lugar de eso es una infinidad de loci posibles (op cit: 307)
[18].

Una última posibilidad en el ámbito de estas búsquedas, la reinstalación de la metáfora del viaje contenida en las notas de campo (y su registro), también hablaría de un ejercicio empático y cómo, a través suyo, el antropólogo realiza su trabajo y arriba, cooperativamente de cara al otro culturalmente distinto, a su entendimiento. Así, si cada vez es más evidente la interdependencia mundial, sus mutuas y múltiples influencias al punto de que hoy día se pueda afirmar que las culturas se hacen en movimiento, ¿cómo no, entonces, emprender el desafío de una comprensión que lo incorpore metodológicamente? En este sentido, la crónica de viaje, o textualización en tránsito, podría ser una alternativa en contra no solo de los acercamientos realistas convencionales que excluyen la experiencia del conocimiento a los bordes de sus textos como si ello fuese marginal también en la construcción de su comprensión, sino como una alternativa textual que si no resuelve el problema de la representación, al menos sí incorpora otros elementos para la evocación de su experiencia y el contraste que desde ahí pueda emprender el lector en su propio viaje de lectura y reinterpretación de ella (cf. Piña, 2004).

Herramienta sugerente por sus posibilidades en la evocación de la riqueza dada en terreno, al igual que el empleo de notas y su posterior utilización, la opción por la recurrente entrada y salida al y desde el campo, nuevamente plantea, desde el movimiento que le es consustancial (entrar/salir, entrar/salir), la necesidad de atender no solo a su proceso en tanto situación que está en ocurrencia y desde ahí sostiene la necesidad de no detenerlo en el texto, sino además de impedir el acostumbramiento o domesticación de la mirada que, a su vez, podría limitar la visualización de lo otro, lo propio y lo que en su interrelación se da. Siendo permanentemente todo nuevo, estando la sorpresa instalada por dentro y fuera de la relación de campo, ¿cómo desatender al proceso en ocurrencia y, luego, cómo detenerlo en el texto si las notas de campo, cual pepe grillo etnográfico, estarán ahí para recordárnoslo?


IV

Relevada la paridad autor/lector a través de la intermediación del texto que los reúne, o separa, y cuestionada la elaboración de una única mirada sintética, no ya como extensión del rechazo al ejercicio de autoridad que conlleva o el apego al voluntarista discurso de la diversidad, sino como la imposibilidad epistemológica de detener el continuo interpretativo en un único y definitivo juicio abarcador, la antropología estaría señalando un tránsito que no todos valorarían de igual modo, cual es su actual giro hacia la reflexividad. Señalada ésta como la conciencia del investigador con respecto a su persona (edad, género, clase social, pertenencia étnica, p.e.), los efectos que provoca, el contexto sociopolítico que rodea la relación de investigación y otras condicionantes como su posición teórica y epistemológica (cf. Guber, 2001), también se la ha situado como la contemporánea fase del habitual auto-examen disciplinario, punto desde donde se la estaría llevando, a decir de Renée Hirschon, al riesgo “muy real de que toda esa escuela en su conjunto acabe derrumbándose y convirtiéndose en un caos impenetrable de auto-orientación” (1998: 159) y escritura solipsista, más aún por el peligro que contendría la radicalización de su postura a través de la disolución de las distancias sujeto/objeto. Si ello llegase a ocurrir, en sus palabras, no podría “haber un ‘otro’, ninguna realidad más allá del yo [y se estaría ante] el fin de la antropología –si no del conocimiento en su conjunto” (ibid).

Extrema en su juicio y la necesidad de mantener un sentido del rigor en la forma de categorías de análisis, límites y estructuras que fomenten el pensamiento creativo, esta misma apertura, de otro lado, sería valorada por su contribución a instalar la imagen del antropólogo como un sujeto otro equivalente al sujeto de estudio, vale decir una persona que, alejada del aséptico rol de observador trascendente que solía jugar, no solo puede afectarse a lo largo de sus investigaciones, sino que además se pregunta cuánto de ello, y cómo, incide en el conocimiento e interpretación de la realidad que estudia. Para la ya citada antropóloga argentina Rosana Guber, ello no debiera limitarse a las tareas de campo sino que hacerse extensivo a la preparación escrita de los materiales etnográficos toda vez que “el llamado posmoderno a la reflexividad supuso que el etnógrafo debía someter a crítica su propia posición en el texto y en su relato (account, descripción) del pueblo en estudio, bajo el supuesto de que lo que estamos capacitados para ver en los demás depende en buena medida de lo que está en nosotros mismos” (2001: 124)
[19]. En retroceso su indiferencia, conceptos como el de carnavalización desarrollado por Bajtín para referir lo inapropiado de la distinción actor/espectador frente a fenómenos envolventes como pueden ser los carnavales; o el punto de vista situado planteado por Renato Rosaldo para remarcar el hecho de que tanto “las culturas y sus ‘sujetos ubicados’ están amarrados con poder, y el poder a su vez está moldeado por las formas culturales” (1991[89]: 158)[20], entre otros, ayudarían a explicar, también, el repliegue relativo de los científicos conceptos de neutralidad y objetividad.

Metodológicamente reconocibles, por último, también en el compartido ámbito de las aproximaciones biográficas, éstas, en su mismo desarrollo, pueden permitir el establecimiento de relaciones de implicación entre las partes que se encuentran modificando, de paso, la distribución de poder y el modo de entender la producción de conocimiento. En cuestión la asimetría sujeto/objeto de la tradicional relación investigador/informante, el trabajo del primero puede ser concebido como una construcción intersubjetiva que también a él lo envuelve remarcándose, con ello, no solo su mutua interdependencia y equivalencia, sino la emergencia de su entendimiento, esto es aquello que luego será depositado en el papel, en el acto mismo que la verbaliza, vale decir la relación de investigación que los convoca.

El riesgo, sin embargo, de que efectivamente esta preocupación reflexiva termine por imponer la figura del investigador a la de su interlocutor, en una suerte de doble negación del otro y de la relación de interlocución, esta vez por sobrevaloración de lo que a él le ocurre en las labores de investigación, parece un peligro cierto. Ir al campo y volver de él con el otro reducido a notas y aplastado entre las páginas de un diario (de vida y no de terreno, en esta ocasión), como antes podía ocurrir con la naturalización de la propia presencia que terminaba por olvidar y hacer olvidar nuestra intermediación en la transformación del dato en información y, más tarde, en escribir encima de la otredad y no sobre ella, sigue siendo un desafío que, más allá o más acá de las alternativas y discusión aquí referidas, no debería desconocer que, como dice Yanko González que a su vez dice Mary Shelley, “quien añade ciencia/ añade dolor”. Y eso no solo tiene que ver con el forzamiento de lo real en beneficio de nuestros marcos teóricos, sino también con su posterior aplicación, pública o privada, en la forma de políticas o programas de intervención, dado el hecho de que ellos, además, guardarían alguna relación con los marcos epocales en que esta actividad se desarrolla y, por tanto, con lo que es posible pensar y no pensar. Allí otra preocupación, su transformación en oportunidad es otro desafío.


Leonardo Piña Cabrera,
Santiago, Julio 29 de 2006


[Ensayo presentado en julio de 2006, en el marco de la asignatura Epistemología y Metodología de la Investigación dictada por el Doctor Sergio González, en el Programa de Doctorado en Antropología de las Universidades de Tarapacá y Católica del Norte. Publicado posteriormente en Revista Austral de Ciencias Sociales, Universidad Austral de Chile, Valdivia, Agosto de 2007, Número 12, pp. 109-130]


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[1] Extrapolada desde el mundo de las ciencias duras y señalada como una característica de relación, Edgard Morin la ha definido como el “proceso en el que los efectos o productos al mismo tiempo son causados y productores del proceso mismo, y en el que los estados finales son necesarios para la generación de los estados iniciales” (1988: 111), lo que remarcaría el carácter no necesariamente lineal de los fenómenos sociales.
[2] “Las teorías –al respecto afirma este autor– dan forma y orden a los hechos, y por lo tanto pueden ser mantenidas pase lo que pase” (Feyerabend, 2001: 382).
[3] “En realidad –dice Feyerabend– la teoría que hemos elegido puede ser sumamente repugnante. Puede contener contradicciones, puede estar en conflicto con hechos bien conocidos, puede ser engorrosa, poco clara, ‘ad hoc’ en lugares decisivos, y así sucesivamente. Pero puede aún ser mejor que cualquier otra teoría disponible en aquel momento, puede en realidad ser la mejor teoría repugnante que hay” (2001: 382).
[4] “En ciencias sociales –a este respecto ahonda Gallardo– palabras como sobredeterminación, sustancia del significante, autonomía relativa, estructura, adaptación, fractal, reconstrucción, caja negra y entropía negativa son la pesadilla de muchos y el sueño de grandeza de unos pocos” (2000: 57).
[5] No muy distintas las reacciones entre profesores y estudiantes de antropología, sus extremos estuvieron marcados por el más completo rechazo ante la ‘falta de respeto’ contenida en afirmaciones que relativizaban el acierto de autores como Thomas Khun, el hermetismo en la escritura de Heidegger o Derrida, o el remedo no logrado de los seguidores de Marx, hasta su más alegre aceptación tanto por el contenido como por la ironía utilizada, en especial aquella alcanzada en la caracterización de los exponentes de las teorías antropológica simbólica, estructuralista, marxista, posmoderna y ecológico cultural. Entre medio, llamó especialmente la atención la molestia de un antropólogo que reclamó por los largos años de universidad invertidos en el estudio de la disciplina para que, varios años después, le informasen, entre bromas y por la vía de un artículo, que ello no necesariamente lo distinguía de cualquier otro hijo de vecino.
[6] Sobre el particular, puede confrontarse el capítulo “La nueva física” que el físico austriaco Fritjof Capra incorpora en su libro El punto crucial. Ciencia, sociedad y cultura naciente (1985: 81-107).
[7] Más radical aún, Maturana agrega que nada antecedería su distinción puesto que “la existencia en cualquier dominio, aún la existencia del observador, es constituida en las distinciones del observador en la explicación de su praxis del vivir. O, en otras palabras, nada existe fuera del lenguajear, porque la existencia está constituida en la explicación de la praxis del vivir del observador, independientemente del camino explicativo seguido. Incluso la praxis del vivir del observador existe sólo mientras él o ella trae a la mano el lenguajear para explicaciones o descripciones” (1997: 114).
[8] Puesto de otro modo, para el antropólogo norteamericano William Adams detrás de toda filosofía y teoría social habría una ideología, vale decir un conjunto de “convicciones primarias sobre lo que está bien o está mal [y que constituirían] sistemas de actuación basados en esas creencias” (2003[1998]: 20), mismos que, más allá de la memoria humana y sin un certificado de nacimiento intelectual como las teorías o los sistemas filosóficos, decantarían racionalmente hasta dar forma a las teorías científicas.
[9] A este respecto, en nuestro país pueden destacarse los libros Karra Maw’n (Riedemann, 1984),) y Metales pesados (González, 1998), en los cuales sus autores, ambos antropólogos y poetas (o antropólogos poetas), deciden abordar cruda y sensiblemente desde el recurso de la poesía, en el caso del primero, la temática del contacto mapuche/español/chileno en una suerte de crónica donde el narrador se incorpora sin tapujos en lo narrado y, en el caso del segundo, la situación urbano marginal de vastos sectores de la juventud de nuestras ciudades en un juego dialógico donde incluso llega a perder la voz y el puesto al serle arrebatados por parte de sus enojados personajes. Otro trabajo, Atacameños del siglo XX (Valenzuela y Loo, 1997), un registro a medio camino entre la fotografía, la antropología y la poesía, recupera y actualiza una serie de imágenes fotográficas del mundo atacameño con otras, delicadas y subjetivas, generadas a partir de la evocación que su observación produce en la mente de los investigadores.
[10] En una entrevista no ha mucho publicada por la Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, Geertz señala su trabajo como anterior, en varias de sus partes, a la fecha de realización del aludido Seminario, por lo que, precisa, su debate estaría cronológicamente distorsionado si se considera que algunas de las exposiciones ahí presentadas serían una reacción a las conferencias que, a su vez, originaron El antropólogo como autor (cf. García Amilburu, 1999: 23-24).
[11] Agrupándolas en las llamadas corriente meta-etnográfica, experimental y radical, Reynoso señala que las tres “podrían situarse a lo largo de una línea que involucra primero la situación de la escritura etnográfica como problema, luego la práctica o el programa de nuevas modalidades de escritura y por último el estallido de los géneros literarios académicos a través de la pérdida de la forma en Taussig o de la pérdida de la escritura misma en Tyler” (1998[91]: 29).
[12] No convencido del todo, Dennis Tedlock, se pregunta “¿qué es la evocación sino una especie de representación selectiva, un paso hacia el costado, metonímico?” (1998[91]: 282).
[13] Forma de ver que yace en la ficción y que tiene en la preocupación estética un ancla doblemente relevante por las posibilidades que abre para una lectura crítica-literaria y su alejamiento de la tradición narrativa de la etnografía y de la pretensión realista de la ciencia, que no comparte, tal caracterización lo lleva a reunir, en una amplia lista, una serie de exponentes de este particular registro, no todos antropólogos de formación. Del mismo modo, pero en otra parte de sus observaciones y a partir de lo que llama ‘el poder cognitivo de la metáfora’, señala a Pedro Lemebel y sus obras Adiós mariquita linda y Loco afán, como exponentes privilegiados de este esfuerzo etnográfico (cf. González, 2005).
[14] Tampoco convencido, Tyler plantea que el diálogo, “como estrategia de textualización, no puede superar su propia textualización. No puede presentarse como otra cosa que una textualización y argumentar que es una mejor representación de lo que ha sido reprimido para constituirlo en representación” (1998[91]b: 290).
[15] Muy próximo a lo señalado por Maturana, a propósito de la distinta pertenencia de la explicación y lo explicado y su relación generativa (no lógica deductiva), éste ha dicho que: “lo que explicamos es nuestra experiencia, y explicamos nuestra experiencia con las coherencias de nuestra experiencia, y al explicar nuestras experiencias cambia nuestra experiencia” (1997: 11).
[16] Afirmando que la textualización de un diálogo no necesariamente transforma a un texto en dialógico, Clifford sostiene que “una manera alternativa de representar esta complejidad discursiva es comprender el curso general de la investigación como una negociación continua” (1998[91]: 161-162).
[17] En nuestro país, un trabajo precursor en esta línea es el libro De todo el universo entero, escrito en colaboración por Claudio Mercado y Luis Galdames (1997), y en el que se aborda, dialógicamente, la vinculación de un antropólogo con una comunidad danzante china y la relación, de conocimiento, con uno de sus interlocutores.
[18] Señalando que la narrativa y su dimensión escritural en antropología y arqueología ha perdido su ingenuidad, en nuestro país Quiroz y Gallardo han reforzado la idea de que “el texto no es la realidad aludida es una segunda realidad, es un medio que con-textualiza nuestra experiencia proporcionándole un marco de sentido. Confundir la escritura con aquello que se designa es un humanocentrismo” (s/f).
[19] Antes y de otra forma dicho, Geertz ha afirmado que “si uno sabe lo que el antropólogo piensa lo que es un salvaje, ya tiene la clave de su obra. Si sabe uno lo que el antropólogo piensa que él mismo es, sabe uno en general el tipo de cosas que dirá sobre la tribu que está estudiando. Toda etnografía es en parte filosofía, y una buena dosis de lo demás es confesión” (1997[1973]: 287).
[20] Al respecto, Rosaldo sostiene que “cuando discuten las formas de conocimiento social, tanto los analistas como los actores humanos, uno debe considerar sus posiciones sociales. ¿Cuáles son las complejidades de la identidad social del orador? ¿Qué experiencias vitales la han moldeado? ¿La persona habla desde una posición de dominio relativo o subordinación relativa?” (1991[89]: 158).

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