viernes, 20 de junio de 2008

Mentira o verdad. Los juegos de Yococo sobre el lomo de Celedunio


Cronwell Jara
Montacerdos
Santiago, Ediciones Metales Pesados, 2004, 84 p.

“la ficción es realidad, dijo mi abuelo
y se durmió sin más, ya sonriente”
(José María Memet)

¿Cuánta etnografía cabe en la literatura? ¿Cuánta realidad, de otra forma, puede resistir su género y, de paso, sus lectores por los que vive y también puede morir? ¿Qué es ficción y qué lo real? Más acá, ¿de qué ha de componerse un libro para que, cuando nos abramos a su mundo, éste nos sea significativo y no una puerta que, cerrada, ni siquiera nos acordemos que alguna vez quisimos cruzar? ¿Nos gusta, sin embargo, encontrarnos con cuadros familiares: escenas que pueden resultarnos conocidas en el sentido de lo que muestran, nos muestran?

“El ser humano no soporta mucha realidad”, escribe Juan Luis Martínez en una breve nota, escondida casi, en la solapa de su libro/objeto La nueva novela (Ediciones Archivo, 1985), como previendo lo difícil que podía sernos el tránsito de uno a otro género, ese trago largo que entre copa y copa nos va mostrando –la vista doble pero no necesariamente extraviada–, a nosotros mismos como parte de los fenómenos de los que solemos hablar, y escindirnos, con la conciencia ausente del que observa y no se observa.

Acostumbrados a separar las aguas entre géneros, domesticados en la tradición de llamar las cosas por “su” nombre y no de otra manera, cuando se presenta ante nuestros ojos un libro como Montacerdos, una novela corta del peruano Cronwell Jara (1950) recientemente editada en Chile por el sello Metales Pesados, puede ocurrirnos que no veamos los guiños de realidad que a vuelta de página traen sus hojas, o que vislumbrados, los dejemos pasar por parecernos un destello impropio de lo literario, una mueca forzada que traiciona el estatuto y expectativas de matrices, si bien próximas, distintas como las de la narrativa y la de las ciencias sociales. Y sucedernos, entonces, como señala Iván Thais, escritor y lingüista también peruano, que su lectura sacie nuestra necesidad de análisis antropológico o social pero quede en deuda (sin quedarlo, para el caso de esta entrega) con lo literario, ese inasible rango que, según él, no ha permitido explotar y diferenciarse de otros esfuerzos discursivos agónicos, a muchos escritores de su país.

¿Cuánta etnografía, entonces, permitimos (o nos permitimos) en la literatura, y cuánta literatura, por oposición, dejamos que quepa en la etnografía?

Discusión vieja pero rejuvenecida por la resistencia que ha encontrado también en la antropología y otras ciencias sociales, el resquebrajamiento y la difuminación de las fronteras disciplinarias que la crisis del modelo científico hegemónico nos ha dejado, obliga a preguntarnos no solo por la pretendida asepsia, la sobre especialización y el carácter construido del conocimiento, sino por la posibilidad/imposibilidad de un relato escindido de alguna realidad y de nosotros mismos.

Montacerdos, en este sentido, originalmente publicado en 1981 y luego reeditado en 1990, tiene eso. Tiene una historia hecha de verdad, aquí o en otro sitio, pero particular. Tiene el aroma de los bordes, de esos bordes que la historia social dice que se fueron formando en los anillos periféricos de nuestras ciudades en los años cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta y, para pesar de la cosmética gubernamental que quisiera obviarlos y todavía más de quienes los padecen hasta en la descripción plana de los estudios sociales, aún se repite en nuestras calles y sus rutinas: las del Perú narrado por Jara, pero también las del México retratado por el antropólogo norteamericano Oscar Lewis en Los hijos de Sánchez (Ed. Joaquín Mortiz, 1973); la del Brasil recogido por Carolina María de Jesús en su diario de vida publicado bajo el título Quarto de despejo (Abraxas, 1963), y otra vez dibujado en la película Ciudad de Dios por el director Fernando Meirelles durante el año 2002 (y antes por Paulo Lins en la novela homónima que la inspiró); es decir, las de esas y otras ciudades escritas y no escritas, y que Luis Ernesto Cárcamo intenta reunir en el breve pero contundente epílogo que acompaña esta edición con el sugerente nombre de “Montacerdos: ficción de la miseria ¿o miseria de la ficción?” (pp. 71-84).

A medio camino entre el ficcio y lo real (o medio a medio en ambos géneros, o su intergénero), Montacerdos nos muestra la historia de una familia sin prehistoria, el relato de un grupo cuyo pasado incluso a ellos mismos les es desconocido y cuyo futuro, en las manos de los lectores como en las propias de sus protagonistas –los del libro o los de nuestras urbes que son evocados por su mediante–, tampoco les (o nos) pertenece, al menos no del todo. Además, tiene la singularidad de una narración hecha en la voz/primera persona de Maruja, una pequeña niña que desde su posición de hermana de Yococo, el protagonista, es la encargada de mostrarnos el mundo en la misma medida que lo va integrando para ella, esto es con la naturalidad de quien no conoce otro pero que, extrañado desde la lectura, contrasta violentamente con la imagen de país en desarrollo que desde los niveles centrales de los nuestros se (nos) proyecta.

Retrato y no campaña de algún tipo, ése es otro logro de Jara. Otro como también lo es la encabalgadura de un ritmo escrito a lomo, no ya de la palabra sino de cerdo, del cerdo Celedunio, la mascota en que Yococo pasa y monta sus días y que arrojado como él por su dueña dada la apariencia terminal de su desmejorada imagen, así como le sirven al autor para marcar el carácter desechable de la vida (la forma en que ésta momento a momento parece ceder importancia), también le permite relevar la fuerza vital de su constitución misma (el modo en que animal y niño se buscan y protegen, por un lado, y la manera cómo aquélla, la vida, seguirá transitando y buscándose, por el otro). Desplazamiento violentador en la medida que es la o las maneras humanas las que retroceden, el recurso de su inclusión será el de la fragmentación de sus tipos: violencia hecha de violencias (urbana, de clase, de género, etárea y otras más), la suya también estará simbolizada por la descomposición que el mismo Yococo, y todo su entorno, sufre en su cabeza por una antigua mordedura de araña, misma que configura a Montacerdos como expresión de una literatura histórica y culturalmente situada, pero que no por ello le resta méritos dada la calidad y el manejo prosístico del escribiente.

Volviendo al principio, como la referencia a la delgada lluvia como pluma de paloma que puesta en boca de Maruja nos lleva y trae desde el comienzo al fin, y viceversa, dígase que si después de leer un relato ficcionado su lectura nos transporta a la pregunta por su posibilidad, la mitad del trabajo puede considerarse hecho: ese esfuerzo literario ha confundido nuestros mapas borroneando los límites de lo real/no real, anclado, mérito del autor, en la verosimilitud de su contenido, pero posiblemente más, en los logros de su tratamiento. Si después de eso, además, aquella pregunta nos lleva, vía la evocación de los mundos narrados en él, a los otros que pudieron suscitarlo, el ejercicio, al menos desde esta perspectiva, tendrá el doble valor de lo escrito y su escritura, uno, porque la cuestión de su identidad de género resultará manifiestamente una cosa menor y, dos, porque su completación sinóptica, al no ser totalizadora (o totalizante) por el afán autoral de quien lo escribió, lo ve devolverse a las manos del lector para la continuación de su asunto. Y ello, las disculpas por el absoluto, en Montacerdos si no lo es, por lo menos lo parece. Y harto.

Leonardo Piña Cabrera
Santiago, Octubre 5 de 2005


[Emitido al aire en Programa BELLO BARRIO, Radio Ciudadanía, 105.3, Octubre 5 de 2005, Universidad Bolivariana. Publicado en <http://www.letras.s5.com/cj061005.htm>]

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