jueves, 21 de agosto de 2008

Monólogo final


"Algún día se sabrá
las profecías me asquean
y no puedo decir más... "
(Enrique Lihn)

Mi nombre es Lucimiro Septimio del Canto Montt. Tengo toos estos años en el cuerpo –con las manos, el marginal protagonista de esta obra, hace un gesto que indica 358, y con la boca una mueca de fastidio ante el Monólogo Final–. Sí, 358 años vividos de cabo a rabo. Pero llámenme Septimio no más, todos lo hacen, bueno, lo hacían...

Nací en Santiago, en el hoyo mismo de los pacos, al final esto les caía como patá en los cocos, y yo se los gritaba siempre de puro choro pulento no más que era...

El Viejo era medio artista, pero harto alcohólico que salió el hombrecito ése. De tanto ponerle, la Pelá lo pilló con el litro en la jarra. Después de too, era bien flojo el Viejo, cachó que los años se le venían encima y que 8 críos eran demasiao pa él, así que se echó al pollo, y a mí, que me registren... ¡Total!

Ni cuenta nos dimos de su muerte... bueno, nosotros, porque la Vieja harto que lo lloró, pero igual que terminó acostumbrándose a la idea, quemó los pañuelos, y tiró parriba con too y carga, levantó la cabeza y ni una sola gota más salió de sus ojos... bien lindos que eran sus ojitos... "De niña hecha hembra a la juerza", como decía el Taita... a la fuerza.

Pegamos pal sur y salimos a flote. La Vieja cosía, tejía, lavaba y otros aba afines a la domesticidad del hogar. Claro que igual leía de repente, veía una buena película o salía a tomarse un matecito a la esquina...

Los chiquillos se fueron de a uno. Al final quedamos cuatro, la Flaca, el Chico, el Pelao y yo.

Ella se casó temprano, tuvo un hijo, se separó, se puso a estudiar, sacó un cartón y se viró. ¿Paónde? Nadie sabe. Por lo menos pa Caracas no se fue, tengo un amigo de allá que dice que ahí no está. Debe ser, pal caso da idem... Bien al revés que era la Flaca, salió medio contreras pa sus hueás, mire que ponerse a estudiar después de parir un crío...

El Chico, ése salió bien duro, pero como too buen roble, se terminó quebrando. Ahora anda embarcao, es pescador, pero con Título Profesional, no como yo que soy de los artesa, con bote a remo y casa e naylon en la playa. En veces nos veímos y nos fumamos un cuete, él dice que se los traen de Los Andes, ¡yo le digo que si no más! y me pongo a dormir mejor...

Al Pelao, a ése yo lo quería reharto. Le decíamos Pelao de puro gusto porque tenía más pelo que el pelo mismo. Siempre decía "tengo la pura partía del caballo inglés". Al último se lo terminó creyendo, too lo empezaba bien pero de finales no vio niuno. Ni uno. Estudió pa profe, estaba casi listo cuando le salió un pituto pa irse pa México a estudiar Antropofagia o Antropología, nunca supe muy bien a cuál desas dos carreras se iba. Armó su mochila y partió. Acá dejó a su loca más enamorá que la cresta. Igual no más que se fue. Pero tampoco sacó su título: ¡de puro poco hombre no más le pasó!

Ahora está en España, tiene un localcito de diarios y revistas raras en Sevilla a medias con su loca. Eso fue lo único que supo hacer, convencer a la loca pa que lo perdonara. "No te quiero ver más ni en sueños", le decía ella. Al final igual que se la llevó pallá en un sueño bien movío...

Pero estamos peliaos, porque no hizo na pa llevarse a la Vieja con él. Ella se sacó la mierda payudarlo a él, bueno a toos, pero casi ni le escribe. Ella puro habla de él, y él, ¡las pinzas!

La Vieja está conmigo, le ayuda a la Negra en la crianza de los chiquillos. Son tres no más, dos mujercitas y el Pitufo... los tiempos no dan patener de a ocho, como antes, pero igual que nos arreglamos... Entre ambas hacen unos porotos con riendas que son de triler, el Pitufo se los hace huincha...

Bueno, yo fui bien rebelde pamis cosas cuando broca. Salí de octavo con abogao y con la Negra preñá de dos meses. ¡Nos casaron! Un día, en segundo medio, nunca más me aparecí por el liceo, estaba amenazao con una paliza por mis compañeros. Bien que me la merecía, les había rajao con un vidrio los vestones a toos por miraores en menos no más que eran... De ahí al trabajo. Me dije "las tres cuartas partes del planeta son agua, allí está el futuro". Pallá me tiré. Siglos remando, tirando lienza y sacando lo que venga, hasta que me morí, como dicen ustedes, pero yo no les creo, así que más mejor es que me suelten, miren que la Negra se pone de malas cuando no llego pal desayuno, dice que ando pitiando con el Chico, y eso no le gusta naíta... ¡Así que muéstrenme la puerta que me voy!

Soy una mierda –concluye Septimio resignado su autorelato– pero una mierda en buena –agrega, casi sin oirse y con los ojos humedecidos por las lágrimas que nunca antes había derramado...


[Relato premiado en 1991 con el Tercer Lugar del Concurso de Cuentos de la Federación de Estudiantes de la Universidad Austral de Chile, Valdivia. Seleccionado en 2004 para su lectura por Marco Antonio de la Parra, en el Programa Puro Cuento, de Radio Duna]

lunes, 18 de agosto de 2008

Apertura


Por aquel tiempo

los árboles andaban i andaban
tras los perros ofertando de sí
sus mejores raíces


Después –dice la poeta Ivonne–
“llegó la coca-cola”

y Chipre se hizo astillas
mobiliario de madera prensada


[XIII, inédito, parte del poemario Logos]

jueves, 14 de agosto de 2008

Las araucarias mueren de pie. Anotaciones en torno a un terreno en el Alto Bío Bío, o un vistazo al acto de observar


1. El nosotros como suma

En principio, éramos casi la Escuela entera la que acudiría a la zona del Alto Bío Bío a, de alguna manera, “conocer y analizar el impacto que causa el abandono de las tierras ancestrales en las familias pehuenche que viven hoy en el área de inundación de la represa Ralco”[1]. Luego, por lo estresante de la fecha escogida para aquello (diciembre, época de la más cruenta examinación final), buena parte de nosotros se bajó del buque decidiendo permanecer en Santiago. Finalmente, unos pocos –no tan pocos como la cordura etnográfica podría recomendar para situaciones de investigación como ésta[2]– reunimos bártulos y añoranzas, preconcepciones y buenos deseos, anhelos íntimos y otros más públicos, toda una mezcolanza de ingredientes varios que sabíamos no sabíamos nos acompañaban y no nos acompañaban.

Como fuere, las mochilas cargadas, solos, con lecturas o sin ellas, nos dimos cita en un iluminado terminal de buses para partir hacia nuestra búsqueda/objetivo. Era domingo y no llovía. Los semblantes espectaban. Atrás quedaban jornadas de discusión, tardes preparatorias, la idea oculta de que la modernidad, esa misma que nos despedía con sus ojos encendidos de neón, más temprano que tarde terminaría por extinguir lo poco que quedaba de la maltrecha cultura pehuenche (la avasalladora carrera por el progreso hidroeléctrico dependiente de nuestra sociedad, bastaba para casi confirmárnoslo). Si era o no óptimo ir en masa al encuentro del otro, si ello era ética y/o metodológicamente correcto, no parecía relevante entonces. Era hora de averiguar otras cosas, de poner en juego nuestras capacidades de investigadores privados/públicos de lo público/privado. Y era hora, también, de asomarnos al vórtice de un huracán que parecía convocarnos más como activistas que como aprendices de etnógrafos. Y ello, aunque no nos lo confesáramos, hacía parte de nuestras interrogantes como cada vez más lo fue siendo la pregunta por la posibilidad de una aproximación en grupo.
Con los días, sin embargo, y como en otras ocasiones similares, la proximidad del terreno se encargó de comunicarnos eso y, con ello, la búsqueda de respuestas, muchas de ellas personales, fue abriéndose camino en nos. Saber quiénes éramos, qué nos dibujaba el rostro en el carné de identidad, por qué nos queríamos antropólogo y no otra clase de logo, cada vez fue pareciendo más importante. Ya no solamente actuaba en nos la colectiva necesidad de, uno, identificar la relación de la gente con la tierra; dos, conocer las valoraciones que al entorno eran asignadas (de estatus, simbólicas, de poder, u otras); tres, indagar en la opinión de las personas, su juicio con respecto a la relocalización; y, finalmente, cuatro, comparar desde el punto de vista de las creencias, sus opiniones acerca de las tierras que ocupaban, frente a las que habrían de habitar en el futuro si la relocalización llegaba a producirse[3]. También era sustantiva la autoprospección, la delimitación del yo, la tasación de sus intereses y motivaciones, toda vez que aunque a veces se nos olvidara, sabíamos que por su través realizábamos la acción de mirar como también a través suyo, paradojas de la observación, en ocasiones podíamos tener conciencia del doble y triple juego de observarnos mirando y/o siendo objeto de otros ojos haciendo lo propio.

Como sea, la doble condición de ser simultáneamente ‘yo’ y ‘nosotros’ en las tierras del otro, rondaba las cabezas. La posibilidad de conocer (siquiera de poder intentarlo), mediatizada concretamente por esa doble articulación, irrumpía repleta de dudas: cuando observáramos, ¿desde qué lugar lo haríamos?; cuando lo hiciéramos desde uno u otro sitio, ¿cuánto de la otra perspectiva habría en ello?; y, por último, individualidad y colectividad, ¿existirían verdaderamente diferenciadas, o sólo serían variables, las dos caras reconocibles, de una ilusión, esa que escribiendo unidad con las mismas letras, al leerlas puede deletrearlas de forma distinta y, en ocasiones, también opuesta? Unidad como conjunto y unidad como singularidad, ¿cuál de ellas seríamos y con cuál, frente a nos, nos encontraríamos?

El otro, entonces, el otro culturalmente diferente, en qué rincón se estaría: dónde sus abstracciones, dónde sus materializaciones, qué lugar en nos ocuparía. ¿Sería importante? ¿Daríamos con el punto? ¿Estaríamos, siquiera, a la altura? Contrapuesta la repetida imagen de una cultura jamás vista abrochándose los zapatos, tomando sus alimentos o caminando por las calles, versus aquella otra que pone tras sus huellas caravanas de abstracciones, muchas de las cuales perdieron la vida, se extraviaron o simplemente no regresaron de sus búsquedas, la nuestra no aparecía como una empresa finamente pulida, afiatada en sus partes y/o preparada para su cometido. Nosotros sabíamos, por distintas fuentes, que un grupo de personas de una comunidad estaba siendo amenazada en su supervivencia, dignidad y diversidad, por otro grupo de personas de otra comunidad, y muchas eran las situaciones, fuera de aquélla, que nos ocupaban. Negarlo era imposible. Había que viajar con ello. Además, sabíamos que ni siquiera seríamos gravitantes en lo que de todo ello resultara.

2. Las partes del nosotros

Al descender, ya era lunes y esta vez sí llovía. No obstante, no alcanzaba para mojarse y varias de las mochilas estaban más livianas (el viaje, larga noche entre dos puntos, como luego aprenderíamos, era más que un bus o una pieza más del armado y presupuesto de un proyecto). Santa Bárbara, por su parte, seguía antojándosenos como un pueblo fantasma, un sitio de paso, un habitáculo de combinaciones matinales y corta estadía; Ralco, mientras tanto, era otra cosa, era la entrada al far west chileno, el soñado acceso a los láricos poemas de Teillier. Allí estaban el viento con aroma a terneros mojados, allí las praderas manchadas de vacas y girasoles. Y allí podían apreciarse los mapuches sentados en la cuneta de la Calle Principal[4]. Daban ganas de buscar la casa vacía del único hojalatero que el pueblo jamás conoció[5]. Sí que daban ganas.

Uno podría haberse quedado a por ello (quizás una parte sí lo hizo). Uno podría haberse quedado a tejerse otra historia porque a pesar del frío, en Ralco, en ese matinal Ralco de comienzos de diciembre, se estaba al abrigo de los vientos. Uno podría haberse quedado. Sin embargo, ello no se hizo. Otra micro conoció de esas dudas, otra nos llevó más al este. Otra borroneó el mugir de sus praderas y otra, con los días, nos devolvió hacia el norte.

Pero fue tal la situación que a bordo se vivió, tal la inseguridad de adolescentes tímidos, que más de alguien quiso retornar sus pasos y bajarse de la micro. Tal el brío del camino, que más de alguien sintió en su espalda las piedras del trayecto y, más de alguien también, no pudo encontrar rápido soporte para sus apuradas convicciones. Curvas cerradas y otras que lo eran todavía más, la patente fisonomía del precipicio –¿desarraigo del etnógrafo?– abriéndose a la vista de los viajantes, planteó francos recelos en torno a las aptitudes de la ruta y a las propias respecto de tales situaciones. Doce seríamos los advenedizos en Quepuca Ralco[6], doce las bocas preguntando, pero bien pudimos haber sido menos. Desertar estuvo así de cerca, vaya que lo estuvo (además, como casi no dice el refrán, aprendiz de etnógrafo que huye, sirve para otro terreno).

En Quepuca Ralco fuimos doce. No los 12 de Quepuca. Ninguna historia retuvo nuestros nombres, y ninguna otra los condenó. De hecho, Pangue sigue entroncándose al SIC[7] y Ralco casi no se discute. De ese entonces a esta parte, no poca agua ha pasado bajo el puente (o en rigor, detenido en su pretil): la Presidencia de la República no tardó en dar sus bendiciones al proyecto, parte importante de la Dirección Nacional de la Conadi fue removida, la Junta de Accionistas de Endesa ha sacado alegres cuentas públicas y la maquinaria hidroeléctrica no ha cesado de trabajar. Así las cosas, no parece desmesurado pensar que la relocalización en el fundo El Barco sea cosa de tiempo y el ‘problema’ que todo ello suscitó, solo una cosa del pasado: el coincidente manejo informativo del tema de la sequía en los medios, además de las publicitadas ventajas de la ‘limpia’ energía hidroeléctrica, llama a no engañarse al respecto.

En todo ello, asimismo, la opinión de los afectados directos de esta situación cada vez más ha ido apareciendo menos preponderante. O prescindible, en otras palabras. Su igualación a la condición de niños frente a un autoasumido y sabelotodo adulto los ha ido marginando de toda decisión y, discurso de Frei mediante, en la prensa se los pone como carentes de cualquier ánimo de progreso: un conjunto de personas a las cuales se debe rescatar de la más dura pobreza (sin que ello sea hecho, claro). Desdibujado el rostro y expropiados de todo rasgo culturalmente distintivo, los pehuenche son vistos como hombres y mujeres de segundo o tercer orden, un grupo de personas que obstaculiza el camino hacia el desarrollo económico de todo un país que, en un escenario así configurado, pasaría por la posesión de un patrimonio energético hidroeléctrico capaz de sostener toda la economía. Y de enfrentar, de una buena vez, su carencia. Un pilar, las columnas de Heracles afirmando el mundo, el feble poste de nuestra consumida dependencia.

3. El otro frente a nos(otros)

Eramos chicos. Eramos abismantemente chicos. No teníamos siquiera los cordones abrochados, la mamadera se nos caía del bolsillo perro y aún vestíamos de corto. Recién salíamos de casa y nos, pretendíamos en siete días dar alcance a nuestros objetivos. Informa el Génesis de la tradición cristiana que Dios tardó siete días en moldear y descansar el mundo a sus anchas. Nosotros queríamos conocer una parte de él en igual tiempo y ello apenas si nos lo confesábamos. Vaya que éramos chicos, no alcanzábamos a empinarnos por sobre nuestras testas, ¡y queríamos ver otras!

Pero ahí estábamos. Aguardando. Queriendo alcanzar nuestros objetivos: pequeños y acotados, vastos e inconmensurables. Igualmente abordables y jabonosos, eran todo un mar de información irreductible en una libreta. Por sus 20 ó 30 páginas se paseaban la expresión indecible de su geografía, todo el grueso de una tradición no escrita en cientos de años. Era imposible, no cabían, porque no sólo eran la represa y la inundación resultante, o la relocalización y su efecto en la percepción del entorno, o las creencias que de la relación con el medio se desprendían, sino también una larga historia de arrinconamientos y persecuciones, la singular forma en que se fue despojando a la cultura pehuenche de sus tierras y certidumbres, su actual reducción a objeto de interés diverso, fuese éste político, económico, turístico, ecológico o académico, antropológico inclusive.

Entre medio, también era la familia Gallina mirándonos, respondiendo nuestras preguntas y haciéndonos las suyas propias. Eran ellos recibiéndonos en su propiedad, ayudando a instalar nuestro campamento e incluyéndonos en su cocina. Con ellos, largas sesiones de mate fueron y, con ellos, las situaciones problema predefinidas, las circunstancias específicas que nos movían, tuvieron rostro y lo mutaron: muchos ojos habían en el otro y no todos miraban donde mismo.

Además, nosotros también éramos otros. La nuestra también era una condición observable, una otra experiencia de vida, un conjunto de respuestas a sus también muchos requerimientos. La palpación en carne propia de este enroque, la oportunidad única de uno ser el otro en la tierra del otro, esto es, de ser su otro culturalmente diferenciado y no ya el espejo de los contrastes sino los contrastes de su espejo. Tal cuestionamiento, el hecho de estar (o creerse, más bien) siempre de uno y no del otro lado, o de ser siempre el punto desde el cual se explica y califica lo diferente (no de serlo), suponía un reto, crítico y doloroso, de permitirnos que el otro –al menos por una vez, y esto en la propia experiencia– ocupare a cabalidad el sitio de su propia existencia, estando uno (nos, sus otros) en el margen, en la obscuridad de la generalidad y el desconocimiento, casi no existiendo. Entonces, y sólo entonces, conjugándose en uno, cualquier uno, el entredicho, la negación, otras preguntas podrían surgir y el acto cognoscente, quizá, ser comenzado. Que se llegara con él a algún lugar, otro asunto era; que ello efectivamente fuese posible, lo mismo.

Aún así, todavía relevaban otras cosas. Importaba el hecho de que si la identidad adquiría forma y fondo en la diferencia, y dado que ésta, desde la perspectiva del poder, se muestra escurridiza o es negada culturalmente al otro (sólo una represa bastará para probarlo), a la vez que la posibilidad de ser su/el otro pavoriza, ¿qué habría de ocurrir si la homogenización –discurso del terror y la museificación en la era de la globalización– fuese completada: desaparecerían las distinciones y, con ellas, los unos y los otros? Si al anularse las distinciones sucedía lo propio con el que las efectuaba, si ello sería la entropía total como expresión de la eliminación del orden que expone lo diverso, vale decir, como productora de desorden, era un asunto que también nos importaba, que también ocupaba nuestro tiempo y energía en el terreno.

4. Los ecos del terreno

“Un día seremos leyenda
en cualquier lugar
donde los aserraderos sean carozos del bosque”

(Jorge Teillier,
El osario de los inocentes)

Fue mucha información y, a la vez, muy poca. Hablaron don Juan Pablo Gallina y su esposa, doña Olga. Hablaron sus hijos Gerardo, Ricardo y Juan Carlos. Habló su hija María Olga. Habló Juan Hermosilla y un señor Augusto. Habló un capataz y cerca de una veintena de operarios de un aserradero aguas arriba del Quepuca. Habló el auxiliar de la micro y unos cuantos pasajeros. Hablaron unos paisanos. Habló también Cristian Soto, un periodista de Santiago renegado de su condición de tal que por esos días estaba entre escondido y adoptado por la familia Gallina. Hablaron los estudiantes aprendices de etnógrafo. Habló mucha gente.

Se escuchó el relato de la muerte de Gabriel Levi y, de igual modo, se escucharon caer lágrimas por él. Se escuchó la historia del fundo El Barco y de cómo dos hermanas se habían adentrado en su sitio hasta que a una se la llevó un barco y, a la otra, la encantó una roca donde estaba llorando su desaparición. Se escuchó que aunque ya no lloraba, aún podía vérsela sobre aquella roca y que el barco estaba quieto en medio de la laguna. A lo lejos, creyó escucharse los gritos de su padre buscándolas y, a lo lejos también, algo se pudo escuchar de la pugna entre Carmelo Levi y Antolín Curriao acerca del porvenir. Ya no tan distante, se escuchó el rápido andar de las camionetas de la Fundación Pehuén y se escuchó a algunos paisanos disputar respecto de su prodigalidad. Se escuchó la casi absoluta ausencia de la autoridad gubernativa central. Se escuchó el dolor. Se escuchó el click de las máquinas fotográficas tras el paisaje: se escucharon las preguntas de los estudiantes aprendices de etnógrafo. En fin, muchas historias se escucharon y otras muchas más, no se alcanzaron siquiera a escuchar.

Se dijo que el lugar era hermoso, que Santiago no tenía más verde que el verde de los pacos, que era terrible. Se dijo que la antropología pretendía conocer, que lo suyo era el entendimiento de las gentes y de sus estilos de vida; que el mundo era diverso en mente, cuerpo y espíritu, y que eso había que aprehenderlo. Se dijo que estábamos ahí porque la enseñanza, porque el aprendizaje, porque las salidas de terreno. Se dijo que lo estábamos porque la diferencia, porque la otredad, porque la mismidad. Se dijo que proveníamos de Santiago, La Florida, Las Condes y Ñuñoa; se dijo que éramos de Independencia, Maipú y Cerro Navia. Se dijo que nos importaban, que estaba bueno el mate, que los indios no eran flojos. Se dijo que quizá en qué iba a terminar todo ello, que volveríamos, que ojalá algún día pudiésemos volver.

Entre tanto, la vista quedó anegada de colores y, por su través, pudo verse un imponente bosque de araucarias y cómo el tiempo pasaba por ellas. Se vieron sus verdes y húmedas barbas, se vieron los esqueletos de su historia, se vio la regeneración de sus nuevos brotes. Se vio la grande enseñanza de su vida, se vio cómo siempre aquélla se abría camino y cómo siempre la muerte era aguardada de pie. Sin embargo, con pavura se vio la peligrosa cercanía de un aserradero y con pavura, otra vez, se vio la casi absoluta ausencia de la autoridad gubernativa central. No se pudo ver el fundo El Barco ni las faldas de la represa Pangue, pero se vio un entierro: se vio la lluvia en los dolidos rostros, se vieron los kilómetros de río fluyendo. Se vio la presa. Se vieron los estudiantes aprendices de etnógrafo, se vio el grafito de sus ojos corriendo tras la huella de un informe.

Se especuló que todo eso podía ser un abandono, la negación, el olvido. Se especuló que ello era el pago de Chile, un aprovechamiento. Se especuló que esperar que el tema de la hidroelectricidad reflotara otros, era una torpeza, un acto de ceguera como tantos, una ingenuidad; que ya antes ahí habían estado el impacto del turismo, la tala de los bosques, las camionadas de desatención nacional. Se especuló que la llegada de Endesa era previsible y que, hasta un cierto punto, tampoco era extraño que la respuesta pehuenche no fuese de total rechazo, mal que mal el abandono, mal que mal la negación, mal que mal el olvido, porque más allá de sus intereses económicos –‘malditos intereses económicos’, se leyó en una libreta de alguno de los aprendices de etnógrafo– fue ella la que construyó caminos, dijo crear empleo, los incorporó a su agenda de políticas privadas que pudieron (o debieron) haber sido públicas.

Se concluyó poco y nada de todo ello, y muy poco y nada de ello fue tajante. Se tuvo que no era posible saber si la cultura pehuenche habría de sobrevivirle a las muchas presiones que la circundaban, y tampoco si una eventual relocalización terminaría por acabarla. No pudo concluirse si todo ello sería o no fatal para los pehuenche, sin embargo, más o menos pudo establecerse que la despreocupación e intolerancia frente al otro, no sólo su desaparición, era grave y que ello lo era, también, para nos, los otros, aquella parte de nuestra sociedad que olvida que al perderse otra parte de sí misma, también ella se pierde. Irremediablemente de un modo. Terriblemente de otro.

5. Ex post. O el agua detenida en el pretil de una presa

Como Pangue, hoy Ralco es un hecho. Ya inaugurada, bajo sus aguas han quedado unas 300 hectáreas de la comunidad de Ralco Lepoy y otras 200 de Quepuca Ralco[8]. En total, aproximadamente quinientas hectáreas de rica historia pehuenche desconocida e ignorada por la ceguera de un país que tarde se ocupó del tema. Ocho veces más grande que Pangue, los 155 metros de altura por 370 metros de extensión de su muro, contienen unos mil 222 millones de metros cúbicos de agua capaces de generar, según se estima, una energía promedio anual de 3.100 GWH pero de obscurecer, con la luminosidad de una inversión cercana a los US$ 474 millones para la central y otros US$ 12 para su conexión al SIC, una larga pugna capaz de movilizar, en su momento, a un importante sector de la población indígena y no indígena de nuestro país.

Gravitante como tema país, el de la participación ciudadana y su empoderamiento, amén del de la diferencia cultural, otra vez ha quedado hipotecado por el más relevado tema energético. Los primeros estudios sobre la cuenca de los ríos Baker y Pascua en la XI Región así lo señalan. Lo mismo que el mediáticamente instalado tema de la dependencia del gas argentino o boliviano. Habituados, por su parte, a la presión de terceros, ya antes los miembros de las comunidades pehuenche vivieron y sobrevivieron los embates de otras situaciones más o menos similares. La actividad forestal y del turismo durante el pasado siglo; la usurpación de tierras a lo largo del tiempo por parte de la población colona que en torno a ellos se fue instalando; su reducción y persecución a uno y otro lado de la cordillera como efecto de los procesos de ocupación territorial llevados a cabo por los gobiernos chileno y argentino hacia fines del siglo XIX; el enrolamiento a la fuerza de sus mejores hombres para servir las causas realista o independentista a principios del mismo siglo, o bien como mano de obra antes del advenimiento republicano, fueron situaciones que precedieron la actual presión por sus tierras. Así las cosas, las permutas individuales y el traslado de familias completas hacia los fundos El Barco y El Huachi, solo vendrían a ser los efectos visibles, pero invisibilizados, de una larga tradición de arrinconamientos actualizada con la construcción de la central hidroeléctrica Ralco.

El embalse, entonces, desde el kilómetro 50, cerca de Lonquimay, hasta el 185, al lado de la carretera Panamericana, de concretarse la construcción completa de la serie hidráulica que sobre el Bío Bío se ha proyectado, no solo supondrá una cadena de presas de 135 kilómetros de largo, la inundación de unas 22 mil hectáreas o la relocalización de 600 familias indígenas y cerca de 900 campesinos chilenos más el traslado de 400 pehuenche por obras anexas, sino la continuación de una tristemente célebre historia de despreocupación por la diversidad cultural y ambiental en un país que, constantemente, ha hecho alarde de su homogeneidad. Que sea, probablemente, la más grande presión que sobre comunidades indígenas se haya ejercido en nuestro país desde el mal llamado proceso de ‘Pacificación’ de la Araucanía, poco importa. ¿La razón? Como se ha venido escuchando, el bien de un país que mira hacia un futuro desarrollado y, en consecuencia, puede y debe suspender otras necesidades en pro de un bien mayor. Que tal bondad sea discutible, pero no se discuta en función de la primacía estadística del resto de la población no indígena, como las tierras anegadas por Pangue y Ralco, poca importancia tiene debajo de tamaño volumen de agua. Que haya una maraña de intereses económicos detrás de tal decisión, lo mismo. Que pueda ser, finalmente, en acuerdo con Miguel Bartolomé[9] y Pierre Clastres[10], más que un fenómeno coyuntural para llegar a convertirse en otro de tipo estructural capaz de ser calificado derechamente como etnocidio, ni siquiera parece cobrar relevancia a la hora de definir, y apoyar por la vía del silencio, obras como éstas.

En relación, por último, con los observadores, con el tiempo sabríamos que la preocupación por la generación de conocimiento y la incidencia del investigador en lo que del acto de observar pudiera derivarse, hacían parte del llamado giro reflexivo de la antropología contemporánea. Por entonces, menos preocupados de tales cuestiones ante la urgencia de lo que en el Alto Bío Bío estaba ocurriendo, ello si bien era parte de nuestros apuntes y ocupaba un importante sitio en nuestras conversaciones, no alcanzaba a gravitar teórica o metodológicamente a la hora de diseñar nuestros acercamientos y calibrar, retornados del campo, nuestras lecturas de lo ahí vivido. No, al menos, en términos formales. Ignorantes de ello, después sabríamos reconocer los nombres de Rosana Guber o Renato Rosaldo, entre otros, como exponentes de este interés y después, incluso, nos llevaría algún esfuerzo recuperarnos de la impresión de aceptar, tal como ha dicho Maturana, que “las explicaciones científicas no explican un mundo independiente, [sino que] ellas explican la experiencia del observador, y éste es el mundo que él o ella vive”[11]. Entonces, ingenuidad mediante, la posibilidad de conocer asépticamente, aunque no nos convencía cabalmente, igual esperábamos ser capaces de realizarla.

Leonardo Piña Cabrera
Santiago, Junio de 1997


[El grueso de este artículo fue presentado como informe de un terreno realizado en diciembre de 1996 en Quepuca Ralco, Alto Bío Bío, VIII Región, y publicado con posterioridad en Etnografías mínimas, Colección Etnografías del siglo XXI, Santiago, Andros Impresores, 2007, pp. 109-116]

[1] Objetivo General original del Proyecto de Investigación en el Alto Bío Bío, Terreno Anual 1996, Escuela de Antropología Social, Universidad Bolivariana.
[2] La lista incompleta de nombres que aún se logra retener, a pesar del tiempo y la desmemoria, señala en Trapa-Trapa, Ralco Lepoy y Quepuca Ralco, a una cachorrita, doña Nastassja de Mattos, tres antropólogos, los señores Bernardo Arroyo, Antonio Castro Nilo y Alejandro Elton, además de treinta y un aprendices de tales, a saber, José Miguel Abarca, Cristian Beck, Oscar Bustamante, Valeria Brugnoli, Alejandra Cornejo, Alejandro Fierro, José Antonio Garay, Cristina Guerra, Pablo Jara, Marcelo Lankin, Ana María Lemus, Cristian León, Andrea Manríquez, Paula Manríquez, Hilary Martínez, Alfonso Martorell, Rodrigo Maturana, Claudia Murillo, Pablo Pérez de Arce, Alejandro Pino, Leonardo Piña, Alejandro Reyes, Carolina Rodríguez, Daniela Rojas, Tatiana Rojas, Fernando Sanhueza, Patricia Soto, Sergio Valencia, Viviana Vicencio, Hugo Villavicencio y Peter Wild.
[3] Objetivos Específicos originales del Proyecto de Investigación en el Alto Bío Bío, Escuela de Antropología Social, Universidad Bolivariana.
[4] “A los mapuches les gustan las canciones mexicanas del Wurlitzer de la única Fuente de Soda./ Las escuchan sentados en la cuneta de la Calle Principal./ Van a la vendimia en Argentina y vuelven con terno azul y transistores./ Ha llegado la TV./ Los niños ya no juegan en las calles./ Sin hacer ruido se sientan en el living para ver a/ Batman o películas del Far West./ Mis amigos están horas y horas frente a la pantalla.// Tengo ganas de que lleguen los Ovnis” (“Notas sobre el último viaje del autor a su pueblo natal”. Jorge Teillier, Los dominios perdidos, Santiago, F.C.E., 1994, p.126).
[5] “El único hojalatero que quedaba en el pueblo/ fue a buscar trabajo a Lonquimay./ No ganó mucha plata pero contempló la Cordillera./ El no tiene Leica ni Kodak/ así que se dedicó a dibujarla/ para que sus nueve hijos la conocieran de verdad” (“Notas sobre el último viaje del autor a su pueblo natal”. Jorge Teillier, Los dominios perdidos, Santiago, F.C.E., 1994, p.125).
[6] Además del suscrito, en la llamada Zona de Inundación estuvieron Alejandra Cornejo, Alejandro Elton, Alejandro Fierro, Marcelo Lankin, Cristian León, Alfonso Martorell, Andrea Manríquez, Alejandro Pino, Carolina Rodríguez, Sergio Valencia y Hugo Villavicencio.
[7] Sistema Interconectado Central. Se refiere al sistema mediante el cual se transporta, a lo largo del país, la energía eléctrica que se produce y consume en él.
[8] Cf. Jorge Moraga, Aguas turbias. La Central Hidroeléctrica Ralco en el Alto Bío Bío, Santiago, Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales, 2001.
[9] Cf. Miguel Bartolomé, “Presas y relocalizaciones de indígenas en América Latina”, en Revista Alteridades, 1992, Año 2, No 4, pp. 5-15.
[10] Según Clastres, por etnocidio puede entenderse “la destrucción sistemática de los modos de vida y de pensamiento de gente diferente a quien lleva a cabo el proceso” (Cf. Investigaciones en antropología política, Barcelona, Gedisa, 1981, p. 56).
[11] Humberto Maturana, La objetividad. Un argumento para obligar, Santiago, Dolmen Ediciones, 1997, p. 37.