lunes, 24 de noviembre de 2008

De las reflexiones


mas la metáfora de babel

qué de su avistamiento
qué de su reunión de lenguas

¿ alguna vez entenderemos su vocerío

alguna vez entenderemos sus silencios



el mutismo de su algazara ?


[XXXIX, inédito, parte del poemario Logos]

miércoles, 8 de octubre de 2008

Se busca


andrés garcía acosta no está en facebook
alberto hurtado cruchaga no está en facebook
juanita fernández solar no está en facebook
laura vicuña pino no está en facebook
ceferino namuncura burgos no está en facebook
maría del carmen benavides mujica no está en facebook
mariano avellana lasierra no está en facebook
francisco valdés subercaseaux no está en facebook
martín de aranda valdivia no está en facebook
horacio vecchi chigi no está en facebook
diego de montalbán no está en facebook
bernarda morin no está en facebook
mario hiriart pulido no está en facebook
juan pedro mayoral no está en facebook
pedro marcer no está en facebook

varios millones de personas en facebook
y el buscador de amigos no puede hacer el milagro de encontrarlos

[Inédito]

domingo, 28 de septiembre de 2008

La vereda de quién


Cuando las cárceles no tengan barrotes
y los carceleros estén al sol

¿ quién cruzará primero su dintel
quién defenderá su filosofía:

los atrapados con las manos en la masa

o aquéllos
los de esta agua no beberé
por donde pecas pagas

su encierro es mi sueldo ?

[XVIII, inédito, parte del poemario Logos]

jueves, 25 de septiembre de 2008

Comunicación privada a manera de Prólogo


“... el mundo
es como ripio cubierto de cemento
de cemento fraguando
y el frío
puede llegar a ser terrible”
(Rodrigo Lira)


Si Cronos leyese algunas letras desta u otra
correspondencia religiosa
otras temporalidades cubrirían la bóveda celeste

comenzando, a este epitafio
le antecedería un acta de bautizo

la palabra horizonte
tendría traducción en todos los idiomas

el perímetro de los círculos
sería tan amplio
que jamás terminaría de acabarse


y nunca extraviaríamos las llaves
porque las cerraduras abrirían paso
a la Era de los Umbrales
por do marcharían ejércitos eyaculantes
tras las trompas de Afrodita...


[I, inédito, parte del poemario Logos]

lunes, 22 de septiembre de 2008

De la muerte


ni los álbumes fotográficos
ni las nuevas ciencias sociales
ni las conversaciones a medianoche


en ocasiones, ni el fútbol sirve como excusa


[XLI, inédito, parte del poemario Logos]

martes, 16 de septiembre de 2008

Especulación económica


tengo
tengo
tengo
tú no tienes nada
tengo tres ovejas
medio quintal de harina
y otro entero de azúcar
cuatro toneles de aceite
ocho cajones de arroz frutas y papas
en una cabaña...

[Inédito, parte del poemario Poemas deste tiempo y de ningún otro]

domingo, 14 de septiembre de 2008

Sueño bolivariano


“La historia es resoñarla...”
(Miguel de Unamuno)


Al abordaje muchachos


Welcome to chili


Frente al mar
los cabros de la unitas

$able en ristre

corriendo(se la paja) por el puerto
tras la esmeralda hundida
en la entrepierna criolla


Banderita al viento
-la integración es de facto-

Pague a la salida mister

¡ THANKYOU !


[Inédito, parte del poemario Poemas deste tiempo y de ningún otro]

viernes, 12 de septiembre de 2008

Escudo


"el patriotismo es un egoísmo en masa"
(Mayo del 68)

el huemul con el cóndor
se abalanzaron sobre la estrella

violándola

por la razón o la fuerza

[Inédito, parte del poemario Poemas deste tiempo y de ningún otro]

jueves, 21 de agosto de 2008

Monólogo final


"Algún día se sabrá
las profecías me asquean
y no puedo decir más... "
(Enrique Lihn)

Mi nombre es Lucimiro Septimio del Canto Montt. Tengo toos estos años en el cuerpo –con las manos, el marginal protagonista de esta obra, hace un gesto que indica 358, y con la boca una mueca de fastidio ante el Monólogo Final–. Sí, 358 años vividos de cabo a rabo. Pero llámenme Septimio no más, todos lo hacen, bueno, lo hacían...

Nací en Santiago, en el hoyo mismo de los pacos, al final esto les caía como patá en los cocos, y yo se los gritaba siempre de puro choro pulento no más que era...

El Viejo era medio artista, pero harto alcohólico que salió el hombrecito ése. De tanto ponerle, la Pelá lo pilló con el litro en la jarra. Después de too, era bien flojo el Viejo, cachó que los años se le venían encima y que 8 críos eran demasiao pa él, así que se echó al pollo, y a mí, que me registren... ¡Total!

Ni cuenta nos dimos de su muerte... bueno, nosotros, porque la Vieja harto que lo lloró, pero igual que terminó acostumbrándose a la idea, quemó los pañuelos, y tiró parriba con too y carga, levantó la cabeza y ni una sola gota más salió de sus ojos... bien lindos que eran sus ojitos... "De niña hecha hembra a la juerza", como decía el Taita... a la fuerza.

Pegamos pal sur y salimos a flote. La Vieja cosía, tejía, lavaba y otros aba afines a la domesticidad del hogar. Claro que igual leía de repente, veía una buena película o salía a tomarse un matecito a la esquina...

Los chiquillos se fueron de a uno. Al final quedamos cuatro, la Flaca, el Chico, el Pelao y yo.

Ella se casó temprano, tuvo un hijo, se separó, se puso a estudiar, sacó un cartón y se viró. ¿Paónde? Nadie sabe. Por lo menos pa Caracas no se fue, tengo un amigo de allá que dice que ahí no está. Debe ser, pal caso da idem... Bien al revés que era la Flaca, salió medio contreras pa sus hueás, mire que ponerse a estudiar después de parir un crío...

El Chico, ése salió bien duro, pero como too buen roble, se terminó quebrando. Ahora anda embarcao, es pescador, pero con Título Profesional, no como yo que soy de los artesa, con bote a remo y casa e naylon en la playa. En veces nos veímos y nos fumamos un cuete, él dice que se los traen de Los Andes, ¡yo le digo que si no más! y me pongo a dormir mejor...

Al Pelao, a ése yo lo quería reharto. Le decíamos Pelao de puro gusto porque tenía más pelo que el pelo mismo. Siempre decía "tengo la pura partía del caballo inglés". Al último se lo terminó creyendo, too lo empezaba bien pero de finales no vio niuno. Ni uno. Estudió pa profe, estaba casi listo cuando le salió un pituto pa irse pa México a estudiar Antropofagia o Antropología, nunca supe muy bien a cuál desas dos carreras se iba. Armó su mochila y partió. Acá dejó a su loca más enamorá que la cresta. Igual no más que se fue. Pero tampoco sacó su título: ¡de puro poco hombre no más le pasó!

Ahora está en España, tiene un localcito de diarios y revistas raras en Sevilla a medias con su loca. Eso fue lo único que supo hacer, convencer a la loca pa que lo perdonara. "No te quiero ver más ni en sueños", le decía ella. Al final igual que se la llevó pallá en un sueño bien movío...

Pero estamos peliaos, porque no hizo na pa llevarse a la Vieja con él. Ella se sacó la mierda payudarlo a él, bueno a toos, pero casi ni le escribe. Ella puro habla de él, y él, ¡las pinzas!

La Vieja está conmigo, le ayuda a la Negra en la crianza de los chiquillos. Son tres no más, dos mujercitas y el Pitufo... los tiempos no dan patener de a ocho, como antes, pero igual que nos arreglamos... Entre ambas hacen unos porotos con riendas que son de triler, el Pitufo se los hace huincha...

Bueno, yo fui bien rebelde pamis cosas cuando broca. Salí de octavo con abogao y con la Negra preñá de dos meses. ¡Nos casaron! Un día, en segundo medio, nunca más me aparecí por el liceo, estaba amenazao con una paliza por mis compañeros. Bien que me la merecía, les había rajao con un vidrio los vestones a toos por miraores en menos no más que eran... De ahí al trabajo. Me dije "las tres cuartas partes del planeta son agua, allí está el futuro". Pallá me tiré. Siglos remando, tirando lienza y sacando lo que venga, hasta que me morí, como dicen ustedes, pero yo no les creo, así que más mejor es que me suelten, miren que la Negra se pone de malas cuando no llego pal desayuno, dice que ando pitiando con el Chico, y eso no le gusta naíta... ¡Así que muéstrenme la puerta que me voy!

Soy una mierda –concluye Septimio resignado su autorelato– pero una mierda en buena –agrega, casi sin oirse y con los ojos humedecidos por las lágrimas que nunca antes había derramado...


[Relato premiado en 1991 con el Tercer Lugar del Concurso de Cuentos de la Federación de Estudiantes de la Universidad Austral de Chile, Valdivia. Seleccionado en 2004 para su lectura por Marco Antonio de la Parra, en el Programa Puro Cuento, de Radio Duna]

lunes, 18 de agosto de 2008

Apertura


Por aquel tiempo

los árboles andaban i andaban
tras los perros ofertando de sí
sus mejores raíces


Después –dice la poeta Ivonne–
“llegó la coca-cola”

y Chipre se hizo astillas
mobiliario de madera prensada


[XIII, inédito, parte del poemario Logos]

jueves, 14 de agosto de 2008

Las araucarias mueren de pie. Anotaciones en torno a un terreno en el Alto Bío Bío, o un vistazo al acto de observar


1. El nosotros como suma

En principio, éramos casi la Escuela entera la que acudiría a la zona del Alto Bío Bío a, de alguna manera, “conocer y analizar el impacto que causa el abandono de las tierras ancestrales en las familias pehuenche que viven hoy en el área de inundación de la represa Ralco”[1]. Luego, por lo estresante de la fecha escogida para aquello (diciembre, época de la más cruenta examinación final), buena parte de nosotros se bajó del buque decidiendo permanecer en Santiago. Finalmente, unos pocos –no tan pocos como la cordura etnográfica podría recomendar para situaciones de investigación como ésta[2]– reunimos bártulos y añoranzas, preconcepciones y buenos deseos, anhelos íntimos y otros más públicos, toda una mezcolanza de ingredientes varios que sabíamos no sabíamos nos acompañaban y no nos acompañaban.

Como fuere, las mochilas cargadas, solos, con lecturas o sin ellas, nos dimos cita en un iluminado terminal de buses para partir hacia nuestra búsqueda/objetivo. Era domingo y no llovía. Los semblantes espectaban. Atrás quedaban jornadas de discusión, tardes preparatorias, la idea oculta de que la modernidad, esa misma que nos despedía con sus ojos encendidos de neón, más temprano que tarde terminaría por extinguir lo poco que quedaba de la maltrecha cultura pehuenche (la avasalladora carrera por el progreso hidroeléctrico dependiente de nuestra sociedad, bastaba para casi confirmárnoslo). Si era o no óptimo ir en masa al encuentro del otro, si ello era ética y/o metodológicamente correcto, no parecía relevante entonces. Era hora de averiguar otras cosas, de poner en juego nuestras capacidades de investigadores privados/públicos de lo público/privado. Y era hora, también, de asomarnos al vórtice de un huracán que parecía convocarnos más como activistas que como aprendices de etnógrafos. Y ello, aunque no nos lo confesáramos, hacía parte de nuestras interrogantes como cada vez más lo fue siendo la pregunta por la posibilidad de una aproximación en grupo.
Con los días, sin embargo, y como en otras ocasiones similares, la proximidad del terreno se encargó de comunicarnos eso y, con ello, la búsqueda de respuestas, muchas de ellas personales, fue abriéndose camino en nos. Saber quiénes éramos, qué nos dibujaba el rostro en el carné de identidad, por qué nos queríamos antropólogo y no otra clase de logo, cada vez fue pareciendo más importante. Ya no solamente actuaba en nos la colectiva necesidad de, uno, identificar la relación de la gente con la tierra; dos, conocer las valoraciones que al entorno eran asignadas (de estatus, simbólicas, de poder, u otras); tres, indagar en la opinión de las personas, su juicio con respecto a la relocalización; y, finalmente, cuatro, comparar desde el punto de vista de las creencias, sus opiniones acerca de las tierras que ocupaban, frente a las que habrían de habitar en el futuro si la relocalización llegaba a producirse[3]. También era sustantiva la autoprospección, la delimitación del yo, la tasación de sus intereses y motivaciones, toda vez que aunque a veces se nos olvidara, sabíamos que por su través realizábamos la acción de mirar como también a través suyo, paradojas de la observación, en ocasiones podíamos tener conciencia del doble y triple juego de observarnos mirando y/o siendo objeto de otros ojos haciendo lo propio.

Como sea, la doble condición de ser simultáneamente ‘yo’ y ‘nosotros’ en las tierras del otro, rondaba las cabezas. La posibilidad de conocer (siquiera de poder intentarlo), mediatizada concretamente por esa doble articulación, irrumpía repleta de dudas: cuando observáramos, ¿desde qué lugar lo haríamos?; cuando lo hiciéramos desde uno u otro sitio, ¿cuánto de la otra perspectiva habría en ello?; y, por último, individualidad y colectividad, ¿existirían verdaderamente diferenciadas, o sólo serían variables, las dos caras reconocibles, de una ilusión, esa que escribiendo unidad con las mismas letras, al leerlas puede deletrearlas de forma distinta y, en ocasiones, también opuesta? Unidad como conjunto y unidad como singularidad, ¿cuál de ellas seríamos y con cuál, frente a nos, nos encontraríamos?

El otro, entonces, el otro culturalmente diferente, en qué rincón se estaría: dónde sus abstracciones, dónde sus materializaciones, qué lugar en nos ocuparía. ¿Sería importante? ¿Daríamos con el punto? ¿Estaríamos, siquiera, a la altura? Contrapuesta la repetida imagen de una cultura jamás vista abrochándose los zapatos, tomando sus alimentos o caminando por las calles, versus aquella otra que pone tras sus huellas caravanas de abstracciones, muchas de las cuales perdieron la vida, se extraviaron o simplemente no regresaron de sus búsquedas, la nuestra no aparecía como una empresa finamente pulida, afiatada en sus partes y/o preparada para su cometido. Nosotros sabíamos, por distintas fuentes, que un grupo de personas de una comunidad estaba siendo amenazada en su supervivencia, dignidad y diversidad, por otro grupo de personas de otra comunidad, y muchas eran las situaciones, fuera de aquélla, que nos ocupaban. Negarlo era imposible. Había que viajar con ello. Además, sabíamos que ni siquiera seríamos gravitantes en lo que de todo ello resultara.

2. Las partes del nosotros

Al descender, ya era lunes y esta vez sí llovía. No obstante, no alcanzaba para mojarse y varias de las mochilas estaban más livianas (el viaje, larga noche entre dos puntos, como luego aprenderíamos, era más que un bus o una pieza más del armado y presupuesto de un proyecto). Santa Bárbara, por su parte, seguía antojándosenos como un pueblo fantasma, un sitio de paso, un habitáculo de combinaciones matinales y corta estadía; Ralco, mientras tanto, era otra cosa, era la entrada al far west chileno, el soñado acceso a los láricos poemas de Teillier. Allí estaban el viento con aroma a terneros mojados, allí las praderas manchadas de vacas y girasoles. Y allí podían apreciarse los mapuches sentados en la cuneta de la Calle Principal[4]. Daban ganas de buscar la casa vacía del único hojalatero que el pueblo jamás conoció[5]. Sí que daban ganas.

Uno podría haberse quedado a por ello (quizás una parte sí lo hizo). Uno podría haberse quedado a tejerse otra historia porque a pesar del frío, en Ralco, en ese matinal Ralco de comienzos de diciembre, se estaba al abrigo de los vientos. Uno podría haberse quedado. Sin embargo, ello no se hizo. Otra micro conoció de esas dudas, otra nos llevó más al este. Otra borroneó el mugir de sus praderas y otra, con los días, nos devolvió hacia el norte.

Pero fue tal la situación que a bordo se vivió, tal la inseguridad de adolescentes tímidos, que más de alguien quiso retornar sus pasos y bajarse de la micro. Tal el brío del camino, que más de alguien sintió en su espalda las piedras del trayecto y, más de alguien también, no pudo encontrar rápido soporte para sus apuradas convicciones. Curvas cerradas y otras que lo eran todavía más, la patente fisonomía del precipicio –¿desarraigo del etnógrafo?– abriéndose a la vista de los viajantes, planteó francos recelos en torno a las aptitudes de la ruta y a las propias respecto de tales situaciones. Doce seríamos los advenedizos en Quepuca Ralco[6], doce las bocas preguntando, pero bien pudimos haber sido menos. Desertar estuvo así de cerca, vaya que lo estuvo (además, como casi no dice el refrán, aprendiz de etnógrafo que huye, sirve para otro terreno).

En Quepuca Ralco fuimos doce. No los 12 de Quepuca. Ninguna historia retuvo nuestros nombres, y ninguna otra los condenó. De hecho, Pangue sigue entroncándose al SIC[7] y Ralco casi no se discute. De ese entonces a esta parte, no poca agua ha pasado bajo el puente (o en rigor, detenido en su pretil): la Presidencia de la República no tardó en dar sus bendiciones al proyecto, parte importante de la Dirección Nacional de la Conadi fue removida, la Junta de Accionistas de Endesa ha sacado alegres cuentas públicas y la maquinaria hidroeléctrica no ha cesado de trabajar. Así las cosas, no parece desmesurado pensar que la relocalización en el fundo El Barco sea cosa de tiempo y el ‘problema’ que todo ello suscitó, solo una cosa del pasado: el coincidente manejo informativo del tema de la sequía en los medios, además de las publicitadas ventajas de la ‘limpia’ energía hidroeléctrica, llama a no engañarse al respecto.

En todo ello, asimismo, la opinión de los afectados directos de esta situación cada vez más ha ido apareciendo menos preponderante. O prescindible, en otras palabras. Su igualación a la condición de niños frente a un autoasumido y sabelotodo adulto los ha ido marginando de toda decisión y, discurso de Frei mediante, en la prensa se los pone como carentes de cualquier ánimo de progreso: un conjunto de personas a las cuales se debe rescatar de la más dura pobreza (sin que ello sea hecho, claro). Desdibujado el rostro y expropiados de todo rasgo culturalmente distintivo, los pehuenche son vistos como hombres y mujeres de segundo o tercer orden, un grupo de personas que obstaculiza el camino hacia el desarrollo económico de todo un país que, en un escenario así configurado, pasaría por la posesión de un patrimonio energético hidroeléctrico capaz de sostener toda la economía. Y de enfrentar, de una buena vez, su carencia. Un pilar, las columnas de Heracles afirmando el mundo, el feble poste de nuestra consumida dependencia.

3. El otro frente a nos(otros)

Eramos chicos. Eramos abismantemente chicos. No teníamos siquiera los cordones abrochados, la mamadera se nos caía del bolsillo perro y aún vestíamos de corto. Recién salíamos de casa y nos, pretendíamos en siete días dar alcance a nuestros objetivos. Informa el Génesis de la tradición cristiana que Dios tardó siete días en moldear y descansar el mundo a sus anchas. Nosotros queríamos conocer una parte de él en igual tiempo y ello apenas si nos lo confesábamos. Vaya que éramos chicos, no alcanzábamos a empinarnos por sobre nuestras testas, ¡y queríamos ver otras!

Pero ahí estábamos. Aguardando. Queriendo alcanzar nuestros objetivos: pequeños y acotados, vastos e inconmensurables. Igualmente abordables y jabonosos, eran todo un mar de información irreductible en una libreta. Por sus 20 ó 30 páginas se paseaban la expresión indecible de su geografía, todo el grueso de una tradición no escrita en cientos de años. Era imposible, no cabían, porque no sólo eran la represa y la inundación resultante, o la relocalización y su efecto en la percepción del entorno, o las creencias que de la relación con el medio se desprendían, sino también una larga historia de arrinconamientos y persecuciones, la singular forma en que se fue despojando a la cultura pehuenche de sus tierras y certidumbres, su actual reducción a objeto de interés diverso, fuese éste político, económico, turístico, ecológico o académico, antropológico inclusive.

Entre medio, también era la familia Gallina mirándonos, respondiendo nuestras preguntas y haciéndonos las suyas propias. Eran ellos recibiéndonos en su propiedad, ayudando a instalar nuestro campamento e incluyéndonos en su cocina. Con ellos, largas sesiones de mate fueron y, con ellos, las situaciones problema predefinidas, las circunstancias específicas que nos movían, tuvieron rostro y lo mutaron: muchos ojos habían en el otro y no todos miraban donde mismo.

Además, nosotros también éramos otros. La nuestra también era una condición observable, una otra experiencia de vida, un conjunto de respuestas a sus también muchos requerimientos. La palpación en carne propia de este enroque, la oportunidad única de uno ser el otro en la tierra del otro, esto es, de ser su otro culturalmente diferenciado y no ya el espejo de los contrastes sino los contrastes de su espejo. Tal cuestionamiento, el hecho de estar (o creerse, más bien) siempre de uno y no del otro lado, o de ser siempre el punto desde el cual se explica y califica lo diferente (no de serlo), suponía un reto, crítico y doloroso, de permitirnos que el otro –al menos por una vez, y esto en la propia experiencia– ocupare a cabalidad el sitio de su propia existencia, estando uno (nos, sus otros) en el margen, en la obscuridad de la generalidad y el desconocimiento, casi no existiendo. Entonces, y sólo entonces, conjugándose en uno, cualquier uno, el entredicho, la negación, otras preguntas podrían surgir y el acto cognoscente, quizá, ser comenzado. Que se llegara con él a algún lugar, otro asunto era; que ello efectivamente fuese posible, lo mismo.

Aún así, todavía relevaban otras cosas. Importaba el hecho de que si la identidad adquiría forma y fondo en la diferencia, y dado que ésta, desde la perspectiva del poder, se muestra escurridiza o es negada culturalmente al otro (sólo una represa bastará para probarlo), a la vez que la posibilidad de ser su/el otro pavoriza, ¿qué habría de ocurrir si la homogenización –discurso del terror y la museificación en la era de la globalización– fuese completada: desaparecerían las distinciones y, con ellas, los unos y los otros? Si al anularse las distinciones sucedía lo propio con el que las efectuaba, si ello sería la entropía total como expresión de la eliminación del orden que expone lo diverso, vale decir, como productora de desorden, era un asunto que también nos importaba, que también ocupaba nuestro tiempo y energía en el terreno.

4. Los ecos del terreno

“Un día seremos leyenda
en cualquier lugar
donde los aserraderos sean carozos del bosque”

(Jorge Teillier,
El osario de los inocentes)

Fue mucha información y, a la vez, muy poca. Hablaron don Juan Pablo Gallina y su esposa, doña Olga. Hablaron sus hijos Gerardo, Ricardo y Juan Carlos. Habló su hija María Olga. Habló Juan Hermosilla y un señor Augusto. Habló un capataz y cerca de una veintena de operarios de un aserradero aguas arriba del Quepuca. Habló el auxiliar de la micro y unos cuantos pasajeros. Hablaron unos paisanos. Habló también Cristian Soto, un periodista de Santiago renegado de su condición de tal que por esos días estaba entre escondido y adoptado por la familia Gallina. Hablaron los estudiantes aprendices de etnógrafo. Habló mucha gente.

Se escuchó el relato de la muerte de Gabriel Levi y, de igual modo, se escucharon caer lágrimas por él. Se escuchó la historia del fundo El Barco y de cómo dos hermanas se habían adentrado en su sitio hasta que a una se la llevó un barco y, a la otra, la encantó una roca donde estaba llorando su desaparición. Se escuchó que aunque ya no lloraba, aún podía vérsela sobre aquella roca y que el barco estaba quieto en medio de la laguna. A lo lejos, creyó escucharse los gritos de su padre buscándolas y, a lo lejos también, algo se pudo escuchar de la pugna entre Carmelo Levi y Antolín Curriao acerca del porvenir. Ya no tan distante, se escuchó el rápido andar de las camionetas de la Fundación Pehuén y se escuchó a algunos paisanos disputar respecto de su prodigalidad. Se escuchó la casi absoluta ausencia de la autoridad gubernativa central. Se escuchó el dolor. Se escuchó el click de las máquinas fotográficas tras el paisaje: se escucharon las preguntas de los estudiantes aprendices de etnógrafo. En fin, muchas historias se escucharon y otras muchas más, no se alcanzaron siquiera a escuchar.

Se dijo que el lugar era hermoso, que Santiago no tenía más verde que el verde de los pacos, que era terrible. Se dijo que la antropología pretendía conocer, que lo suyo era el entendimiento de las gentes y de sus estilos de vida; que el mundo era diverso en mente, cuerpo y espíritu, y que eso había que aprehenderlo. Se dijo que estábamos ahí porque la enseñanza, porque el aprendizaje, porque las salidas de terreno. Se dijo que lo estábamos porque la diferencia, porque la otredad, porque la mismidad. Se dijo que proveníamos de Santiago, La Florida, Las Condes y Ñuñoa; se dijo que éramos de Independencia, Maipú y Cerro Navia. Se dijo que nos importaban, que estaba bueno el mate, que los indios no eran flojos. Se dijo que quizá en qué iba a terminar todo ello, que volveríamos, que ojalá algún día pudiésemos volver.

Entre tanto, la vista quedó anegada de colores y, por su través, pudo verse un imponente bosque de araucarias y cómo el tiempo pasaba por ellas. Se vieron sus verdes y húmedas barbas, se vieron los esqueletos de su historia, se vio la regeneración de sus nuevos brotes. Se vio la grande enseñanza de su vida, se vio cómo siempre aquélla se abría camino y cómo siempre la muerte era aguardada de pie. Sin embargo, con pavura se vio la peligrosa cercanía de un aserradero y con pavura, otra vez, se vio la casi absoluta ausencia de la autoridad gubernativa central. No se pudo ver el fundo El Barco ni las faldas de la represa Pangue, pero se vio un entierro: se vio la lluvia en los dolidos rostros, se vieron los kilómetros de río fluyendo. Se vio la presa. Se vieron los estudiantes aprendices de etnógrafo, se vio el grafito de sus ojos corriendo tras la huella de un informe.

Se especuló que todo eso podía ser un abandono, la negación, el olvido. Se especuló que ello era el pago de Chile, un aprovechamiento. Se especuló que esperar que el tema de la hidroelectricidad reflotara otros, era una torpeza, un acto de ceguera como tantos, una ingenuidad; que ya antes ahí habían estado el impacto del turismo, la tala de los bosques, las camionadas de desatención nacional. Se especuló que la llegada de Endesa era previsible y que, hasta un cierto punto, tampoco era extraño que la respuesta pehuenche no fuese de total rechazo, mal que mal el abandono, mal que mal la negación, mal que mal el olvido, porque más allá de sus intereses económicos –‘malditos intereses económicos’, se leyó en una libreta de alguno de los aprendices de etnógrafo– fue ella la que construyó caminos, dijo crear empleo, los incorporó a su agenda de políticas privadas que pudieron (o debieron) haber sido públicas.

Se concluyó poco y nada de todo ello, y muy poco y nada de ello fue tajante. Se tuvo que no era posible saber si la cultura pehuenche habría de sobrevivirle a las muchas presiones que la circundaban, y tampoco si una eventual relocalización terminaría por acabarla. No pudo concluirse si todo ello sería o no fatal para los pehuenche, sin embargo, más o menos pudo establecerse que la despreocupación e intolerancia frente al otro, no sólo su desaparición, era grave y que ello lo era, también, para nos, los otros, aquella parte de nuestra sociedad que olvida que al perderse otra parte de sí misma, también ella se pierde. Irremediablemente de un modo. Terriblemente de otro.

5. Ex post. O el agua detenida en el pretil de una presa

Como Pangue, hoy Ralco es un hecho. Ya inaugurada, bajo sus aguas han quedado unas 300 hectáreas de la comunidad de Ralco Lepoy y otras 200 de Quepuca Ralco[8]. En total, aproximadamente quinientas hectáreas de rica historia pehuenche desconocida e ignorada por la ceguera de un país que tarde se ocupó del tema. Ocho veces más grande que Pangue, los 155 metros de altura por 370 metros de extensión de su muro, contienen unos mil 222 millones de metros cúbicos de agua capaces de generar, según se estima, una energía promedio anual de 3.100 GWH pero de obscurecer, con la luminosidad de una inversión cercana a los US$ 474 millones para la central y otros US$ 12 para su conexión al SIC, una larga pugna capaz de movilizar, en su momento, a un importante sector de la población indígena y no indígena de nuestro país.

Gravitante como tema país, el de la participación ciudadana y su empoderamiento, amén del de la diferencia cultural, otra vez ha quedado hipotecado por el más relevado tema energético. Los primeros estudios sobre la cuenca de los ríos Baker y Pascua en la XI Región así lo señalan. Lo mismo que el mediáticamente instalado tema de la dependencia del gas argentino o boliviano. Habituados, por su parte, a la presión de terceros, ya antes los miembros de las comunidades pehuenche vivieron y sobrevivieron los embates de otras situaciones más o menos similares. La actividad forestal y del turismo durante el pasado siglo; la usurpación de tierras a lo largo del tiempo por parte de la población colona que en torno a ellos se fue instalando; su reducción y persecución a uno y otro lado de la cordillera como efecto de los procesos de ocupación territorial llevados a cabo por los gobiernos chileno y argentino hacia fines del siglo XIX; el enrolamiento a la fuerza de sus mejores hombres para servir las causas realista o independentista a principios del mismo siglo, o bien como mano de obra antes del advenimiento republicano, fueron situaciones que precedieron la actual presión por sus tierras. Así las cosas, las permutas individuales y el traslado de familias completas hacia los fundos El Barco y El Huachi, solo vendrían a ser los efectos visibles, pero invisibilizados, de una larga tradición de arrinconamientos actualizada con la construcción de la central hidroeléctrica Ralco.

El embalse, entonces, desde el kilómetro 50, cerca de Lonquimay, hasta el 185, al lado de la carretera Panamericana, de concretarse la construcción completa de la serie hidráulica que sobre el Bío Bío se ha proyectado, no solo supondrá una cadena de presas de 135 kilómetros de largo, la inundación de unas 22 mil hectáreas o la relocalización de 600 familias indígenas y cerca de 900 campesinos chilenos más el traslado de 400 pehuenche por obras anexas, sino la continuación de una tristemente célebre historia de despreocupación por la diversidad cultural y ambiental en un país que, constantemente, ha hecho alarde de su homogeneidad. Que sea, probablemente, la más grande presión que sobre comunidades indígenas se haya ejercido en nuestro país desde el mal llamado proceso de ‘Pacificación’ de la Araucanía, poco importa. ¿La razón? Como se ha venido escuchando, el bien de un país que mira hacia un futuro desarrollado y, en consecuencia, puede y debe suspender otras necesidades en pro de un bien mayor. Que tal bondad sea discutible, pero no se discuta en función de la primacía estadística del resto de la población no indígena, como las tierras anegadas por Pangue y Ralco, poca importancia tiene debajo de tamaño volumen de agua. Que haya una maraña de intereses económicos detrás de tal decisión, lo mismo. Que pueda ser, finalmente, en acuerdo con Miguel Bartolomé[9] y Pierre Clastres[10], más que un fenómeno coyuntural para llegar a convertirse en otro de tipo estructural capaz de ser calificado derechamente como etnocidio, ni siquiera parece cobrar relevancia a la hora de definir, y apoyar por la vía del silencio, obras como éstas.

En relación, por último, con los observadores, con el tiempo sabríamos que la preocupación por la generación de conocimiento y la incidencia del investigador en lo que del acto de observar pudiera derivarse, hacían parte del llamado giro reflexivo de la antropología contemporánea. Por entonces, menos preocupados de tales cuestiones ante la urgencia de lo que en el Alto Bío Bío estaba ocurriendo, ello si bien era parte de nuestros apuntes y ocupaba un importante sitio en nuestras conversaciones, no alcanzaba a gravitar teórica o metodológicamente a la hora de diseñar nuestros acercamientos y calibrar, retornados del campo, nuestras lecturas de lo ahí vivido. No, al menos, en términos formales. Ignorantes de ello, después sabríamos reconocer los nombres de Rosana Guber o Renato Rosaldo, entre otros, como exponentes de este interés y después, incluso, nos llevaría algún esfuerzo recuperarnos de la impresión de aceptar, tal como ha dicho Maturana, que “las explicaciones científicas no explican un mundo independiente, [sino que] ellas explican la experiencia del observador, y éste es el mundo que él o ella vive”[11]. Entonces, ingenuidad mediante, la posibilidad de conocer asépticamente, aunque no nos convencía cabalmente, igual esperábamos ser capaces de realizarla.

Leonardo Piña Cabrera
Santiago, Junio de 1997


[El grueso de este artículo fue presentado como informe de un terreno realizado en diciembre de 1996 en Quepuca Ralco, Alto Bío Bío, VIII Región, y publicado con posterioridad en Etnografías mínimas, Colección Etnografías del siglo XXI, Santiago, Andros Impresores, 2007, pp. 109-116]

[1] Objetivo General original del Proyecto de Investigación en el Alto Bío Bío, Terreno Anual 1996, Escuela de Antropología Social, Universidad Bolivariana.
[2] La lista incompleta de nombres que aún se logra retener, a pesar del tiempo y la desmemoria, señala en Trapa-Trapa, Ralco Lepoy y Quepuca Ralco, a una cachorrita, doña Nastassja de Mattos, tres antropólogos, los señores Bernardo Arroyo, Antonio Castro Nilo y Alejandro Elton, además de treinta y un aprendices de tales, a saber, José Miguel Abarca, Cristian Beck, Oscar Bustamante, Valeria Brugnoli, Alejandra Cornejo, Alejandro Fierro, José Antonio Garay, Cristina Guerra, Pablo Jara, Marcelo Lankin, Ana María Lemus, Cristian León, Andrea Manríquez, Paula Manríquez, Hilary Martínez, Alfonso Martorell, Rodrigo Maturana, Claudia Murillo, Pablo Pérez de Arce, Alejandro Pino, Leonardo Piña, Alejandro Reyes, Carolina Rodríguez, Daniela Rojas, Tatiana Rojas, Fernando Sanhueza, Patricia Soto, Sergio Valencia, Viviana Vicencio, Hugo Villavicencio y Peter Wild.
[3] Objetivos Específicos originales del Proyecto de Investigación en el Alto Bío Bío, Escuela de Antropología Social, Universidad Bolivariana.
[4] “A los mapuches les gustan las canciones mexicanas del Wurlitzer de la única Fuente de Soda./ Las escuchan sentados en la cuneta de la Calle Principal./ Van a la vendimia en Argentina y vuelven con terno azul y transistores./ Ha llegado la TV./ Los niños ya no juegan en las calles./ Sin hacer ruido se sientan en el living para ver a/ Batman o películas del Far West./ Mis amigos están horas y horas frente a la pantalla.// Tengo ganas de que lleguen los Ovnis” (“Notas sobre el último viaje del autor a su pueblo natal”. Jorge Teillier, Los dominios perdidos, Santiago, F.C.E., 1994, p.126).
[5] “El único hojalatero que quedaba en el pueblo/ fue a buscar trabajo a Lonquimay./ No ganó mucha plata pero contempló la Cordillera./ El no tiene Leica ni Kodak/ así que se dedicó a dibujarla/ para que sus nueve hijos la conocieran de verdad” (“Notas sobre el último viaje del autor a su pueblo natal”. Jorge Teillier, Los dominios perdidos, Santiago, F.C.E., 1994, p.125).
[6] Además del suscrito, en la llamada Zona de Inundación estuvieron Alejandra Cornejo, Alejandro Elton, Alejandro Fierro, Marcelo Lankin, Cristian León, Alfonso Martorell, Andrea Manríquez, Alejandro Pino, Carolina Rodríguez, Sergio Valencia y Hugo Villavicencio.
[7] Sistema Interconectado Central. Se refiere al sistema mediante el cual se transporta, a lo largo del país, la energía eléctrica que se produce y consume en él.
[8] Cf. Jorge Moraga, Aguas turbias. La Central Hidroeléctrica Ralco en el Alto Bío Bío, Santiago, Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales, 2001.
[9] Cf. Miguel Bartolomé, “Presas y relocalizaciones de indígenas en América Latina”, en Revista Alteridades, 1992, Año 2, No 4, pp. 5-15.
[10] Según Clastres, por etnocidio puede entenderse “la destrucción sistemática de los modos de vida y de pensamiento de gente diferente a quien lleva a cabo el proceso” (Cf. Investigaciones en antropología política, Barcelona, Gedisa, 1981, p. 56).
[11] Humberto Maturana, La objetividad. Un argumento para obligar, Santiago, Dolmen Ediciones, 1997, p. 37.

martes, 22 de julio de 2008

Movilizaciones estudiantiles III

a Canela de Colores
(y María Música, silenciada en su metáfora)

Viejos veteranos de estas cosas
mi hija, de 15 años ya
y los hijos e hijas de otros hijos
otra vez se han tomado su colegio

En jornada extendida
por tercer año consecutivo
vuelven a clases, después de clases
a tomar la lección
no aprendida
a sus maestros de escuela

Repitentes
y por tercer año también
las televisoras solo muestran los arrumbados pupitres
en la puerta de sus salas

Vista gorda
nada dicen de la selección múltiple de sus profesores

y cómo todos
se lavan las manos

en el agua
que solo ellos se atreven a arrojar

[Inédito]

Movilizaciones estudiantiles II


a Canela de Colores


Mi hija de catorce años ya
otra vez se ha tomado su colegio
con sus compañeros de edad

365 días después de la primera vez
continúan quejándose por el deterioro de la educación
y la selección múltiple de sus profesores


En el mismo desgastado pizarrón, sin embargo
sus acentos ya no son agudos
sino graves

y las tablas de multiplicar
antes canción de barricada
ni siquiera alcanzan a encender
el ánimo de pan y circo
de un país repitente

otra vez de cara a la pared
sorprendido
sin las tareas hechas

[Inédito]

Movilizaciones estudiantiles I


a Canela de Colores


Mi hija de trece años
con sus compañeritos de 13 años también
se han tomado su colegio

se quejan
por el deterioro de la educación
y la selección múltiple de sus profesores


Con invisible tiza
escriben las tablas de multiplicar
en barricadas que no incendian

y vociferantes
conjugan los verbos de la edad
en marchas virtuales que emprenden por la red


Mientras
la policía pugna por sacarlos

palos y bocina en cuello
repiten de curso

insisten en su matonaje de fin de fila
aprendido
en las sesiones de nivelación a las que también faltaron


[Inédito]

¿ Quién lanzará la primera piedra ?


“papá, ¿por qué
eres un perrito abandonado?”

(Canela de Colores, 4 años)


Cuando seamos piedras
y dispuestos en distintas conformaciones rocosas
tu i yo no nos veamos

cuando Eolo erosione nuestros bordes
cual lima de uñas
desgaste/malgaste nuestra memoria


¿ recordarás los días destas noches

las noches destos días
en que arrojados al pavimento
-orilla de la vida-
probábamos los derroteros
que sabíamos no sabíamos traíamos de la cantera

o presa del olvido
serás la piedra que sonora trae el río
-los ríos-
y que apenas habla de todo rastro anterior a la deriva


ajena y no declarada torsión del iris ?


[XVII, inédito, parte del poemario Logos]

miércoles, 16 de julio de 2008

El Greco 084, Villa Universidad, Arica


Un juego de sábanas, su almohada y una frazada
también la bajada de cama

un tazón, un pocillo para los cereales
1 kilo de yoghurt Trozos & frutas
el plato para la ensalada favorita
(la ensalada)
una tabla para picar, el cuchillo

una cafetera
un hervidor de agua, azul


una botella de ron
(otra botella de ron)
seis vasos para distintos bebestibles

un juego de cortinas para la ducha
una jabonera
la salida de tina

una corchetera
los repuestos para el lápiz
una conexión a internet (160 kbps)
otras menudencias para el escritorio…



Varios días comprando
y esta casa aún sigue vacía


[Inédito]

miércoles, 9 de julio de 2008

[Podrían existir las hadas]


a Mampato
y su cinto espacio-temporal

“if god will send his angels”
(U2)


Podrían existir las hadas
podrían existir los gnomos
podrían existir los duendes y sernos dada la capacidad de verlos
podrían existir las luciérnagas y la flor de siete colores
(podríamos haberla visto)

podrían existir las brujas y sus gatos temerosos/ podría existir el mana podría existir dios
podrían existir la magia y los milagros/ el panteón entero de santos hombres i mujeres/ podría existir la vida eterna los viajes en el tiempo y la resurrección
podríamos encontrar la lámpara maravillosa/ podríamos ser abducidos

Podrían existir los viajes a otras dimensiones los oráculos la alfombra voladora
podrían existir Silvia la rana René y el Viejito Pascuero
podría existir Ariadna y concedernos uno de los cabos de su infinito hilo
podría existir Afrodita y darnos de mamar un sorbo de su húmeda belleza
podrían las historias tristes tener un final feliz
(o las historias felices, no tenerlo al revés)

podrían no haber desaparecido los dinosaurios


podríamos encontrar la aguja en el pajar

(podríamos no haberla perdido)




podríamos hablar con hombres de otras edades/ discutir con ellos/ trenzarnos a golpes/ cambiar el ser de las cosas
podría ser cierta la leyenda de los 9 desconocidos/ podrían existir Pegaso y sus aventuras con Perseo
podríamos enamorarnos de Andrómeda las musas de televisión y La Catrala
podría ello ser posible, vaya si podría

Podría no ser una quimera lo del ensayo i error las marchas blancas y los cuadernos de caligrafía
podríamos retornar a la página 10 ó 15 o la que fuere
y reescribirla
(podríamos poder)

podríamos efectivamente ser hijos del progreso y su afán unilíneo
(podría no ser urgente este clamor)

podría alguien responder nuestros silentes i desgarrados gritos, podría al menos
existir el Chapulín



podrían existir los amiguitos del aire

podríamos tener las llaves

podría existir el perdón




podrían existir los amiguitos del aire
podríamos tener las llaves

podría existir el perdón









(podríamos, por último
efectivamente podría señalar
la posibilidad colectiva de una potencia


y no referir
también o solamente
la acción i efecto de la podredumbre en la primera persona del plural de su forma verbal
condicional e indicativa)



[XXXVII, inédito, parte del poemario Logos]

martes, 1 de julio de 2008

“La poesía es hecha por todos: el lector es un coautor del poema”. Conversación con Oscar Hahn


Por Leonardo Piña Cabrera & Felipe Fuentes Mucherl


Dueño de uno de los registros más personales de la poesía chilena contemporánea, el día 19 de julio de 2005, en la habitación 507 del Hotel Cambiaso, comuna de Providencia, donde estaba alojado, Oscar Hahn nos recibió para conversar con él acerca de su poesía y el lanzamiento de su último libro, la antología Sin cuenta (LOM Ediciones, 2005). Entrevista realizada para el Programa Bello Barrio de la señal comunitaria de la Universidad Bolivariana –Radio Ciudadanía (105.3)–, esta conversación fue emitida al aire cerca de un mes después, el día miércoles 24 de agosto, a las 19:00 horas.


Felipe Fuentes: El día de hoy nos encontramos con el poeta Oscar Hahn, acá, en el Programa Bello Barrio, que en esta ocasión salió a terreno. Salimos a encontrarnos con él en su hotel porque, lamentablemente, por razones de salud no pudo asistir a nuestro estudio. Sumamente honrados con la posibilidad de conversar con él, antes de partir paso a hacer una mínima presentación de algunas de sus publicaciones y actividades:

Oscar Hahn actualmente reside en Estados Unidos, donde también realiza labores académicas en la Universidad de Iowa, y hace casi un mes se encuentra en nuestro país, donde ha participado, entre otras cosas, en el Proyecto Sismo, junto con encontrarse preparando la presentación de su última compilación de poemas llamada Sin cuenta, libro publicado por LOM Ediciones.

Entre sus muchas publicaciones, destacan Esta rosa negra (1961), Agua final (1967), Arte de morir (1977), Mal de amor (1981), Imágenes nucleares (1983), Flor de enamorados (1987), Estrellas fijas en el cielo blanco (1989), Versos robados (1995) y Apariciones profanas (2002), a las que se suman varias antologías propias y de otros, como también ensayos y artículos.

F.F.: Como epígrafe para esta entrevista, elegí un poema suyo que muestra, a mis ojos, una de las tantas particularidades de su poesía, ese limbo que en palabras de Jorge Teillier se podría explicar como algo que “no es ayer no mañana”. El poema, «A mi bella enemiga», dice así:

No seas tan vanidosa amor mío
Porque para serte franco
Tu belleza no es del otro mundo
Pero tampoco es de éste.

Don Oscar, para partir, nada mejor que tener la posibilidad de indagar en la estructura profunda de un poema. En este sentido viene mi pregunta: ¿cómo es que la palabra sacia al poeta y de qué forma el poeta frena la ansiedad por la praxis, que evocó o evoca el poema?

Oscar Hahn: En el caso mío, y recalco mucho lo del caso mío porque yo no pretendo dar reglas para los demás (la descripción que yo hago siempre tiene que ver con los poemas míos y no pretende ser universal), en primer término, lo que decías tú de la ambigüedad, yo creo que es algo que aparece en mis poemas no porque yo la busque sino que aparece sola, y tengo la sospecha de que tiene algo que ver con la influencia de la literatura fantástica en mi poesía porque dentro de la literatura fantástica, la incertidumbre es fundamental. Ahora, yendo al otro aspecto, yo he dicho ya varias veces que aparecen estas frases que eventualmente son parte de un poema, aparecen sin que yo las convoque o sin que yo tenga ninguna participación racional en ellas, simplemente se presentan y yo las he llamado ‘apariciones’, y he dicho ‘apariciones profanas’ para distinguirlas de la aparición de la virgen María o cosas de ese tipo, porque hay una cierta afinidad en estas apariciones. Bueno, nadie puede convocar a la virgen María, decir ‘se me va a presentar la virgen María hoy día’. Simplemente se presenta y ya, a las personas que naturalmente creen en eso. En el caso mío, es algo parecido, pero en vez de aparecérseme la virgen María, son frases muy específicas que yo generalmente no sé qué significan ni a dónde van a ir a parar después. Hay varios casos en que teniendo estas apariciones verbales al frente, yo no he tenido ni la menor idea de qué poema son, de qué tema o sobre qué tratan. Eventualmente esas apariciones empiezan a revelarme a mí qué son y hacia dónde quieren ir, y yo simplemente las sigo de la manera más cercana posible.

Leonardo Piña: En 1968, en un artículo titulado "Espejismos y realidades de la poesía chilena actual", Jorge Teillier dijo de usted que tenía un “inusitado dominio del verbo” destacando su promisoria aparición en las letras nacionales. Más tarde, en 1977, Enrique Lihn señaló que usted “no era un escritor de su edad sino mayor” aludiendo a su desfase temporal con respecto a los poetas de su generación que lo emparentaba, más bien, con autores o estilos anteriores al de su época. Más allá de los reconocimientos tempranos a su obra, ¿cómo aprecia ahora, desde la distancia que puede darle el tiempo y su actual residencia fuera del país, los comienzos de su escritura? ¿Cómo fue ese proceso? ¿Qué lo llevó a dedicarse a la poesía del modo que lo ha hecho y que hoy lo sitúan entre las voces más originales, leídas y traducidas de nuestra poesía?

O.H.: Al principio, yo no estaba tan consciente de lo que estaba haciendo como ahora. Por ejemplo he mencionado el asunto de las apariciones, eso lo he verbalizado, o formalizado mejor dicho, más o menos recientemente, pero el método era el mismo, es decir igual aparecían estas frases y yo trataba de seguirlas más o menos a tientas, como una especie de ciego palpando en la obscuridad, y esa fue siempre la manera mía de escribir, excepto que al principio yo no sabía que era una manera mía de escribir. Lo hacía, como dije, en forma casi ciega. Ahora, con respecto a lo de Jorge Teillier y Enrique Lihn, ambos fueron personas bastante generosas, creo yo, conmigo, y se dieron cuenta muy rápidamente de lo que yo estaba haciendo, a diferencia de decenas de otras personas que nunca entendieron qué era lo que yo hacía: trataban de medirme con otras reglas, trataban de medirme con otros cánones y naturalmente no podían comprender por qué lado me estaba yendo yo. Así que para mí es muy gratificante que figuras como Jorge Teillier y Enrique Lihn, tan queridas y tan respetadas, hayan visto tempranamente que ahí había algo.

F.F.: Leyendo prensa que versaba sobre usted, me encontré con dos artículos de agosto del año 2003, uno de ellos en el Diario Las Ultimas Noticias, y otro en Revista Caras. En el primero, queda claro que preferiría no leer poesía en público y pasar desapercibido; en el segundo, se hace patente la ambición por la permanencia en el tiempo de sus versos. Ahora, para complementar el corpus de esta pregunta, me voy a permitir leer un poema suyo que se llama «De cirios y de lirios»:

El lirio azul el lirio fucsia el lirio

de color colorado el lirio triste
con pétalos de cera se reviste
y va a la fiesta convertido en cirio

En cirio gris en cirio negro en cirio
de las aguas sin luz en cirio triste
que al llegar de la fiesta se desviste
y vuelve a ser en el jardín un lirio

O este espejo se está poniendo viejo
o lo que estoy mirando es un delirio
dice la flor hablándole al espejo

Adentro del azogue brota un cirio
y al tiempo que se enciende su reflejo
al fondo del jardín se apaga un lirio

Según el poema, entonces, ¿cómo Oscar Hahn convive consigo mismo, como un cirio y como un lirio? ¿Cómo congenia eso de tratar de pasar desapercibido, con esa impronta que deja este otro lado, el poético, que no quiere dejar de ser indispensable y perdurable en el tiempo?

O.H.: Pasar desapercibido yo quisiera aclarar que tiene que ver, más bien, con algo que pensé desde que me inicié en este oficio. Para mí lo más importante no es la persona que escribe el poema, sino el poema mismo, de modo que basta con tener los poemas. Eso es suficiente. No es necesario que el autor, en fin, ande figurando por aquí o por allá. Yo por lo menos no me siento cómodo en eso. Yo sé que hay otros colegas que confunden esta cosa y creen que la misión del poeta es figurar y no escribir poemas, pero yo estoy en el otro lado y me siento muy bien así. Eso en lo que tiene que ver con respecto a pasar desapercibido. Yo prefiero que mis poemas no pasen desapercibidos. En cuanto a mi persona, si paso desapercibido, me da igual. No me afecta para nada. El otro aspecto de la perduración, no sé, eso es muy relativo porque no es algo que uno pueda controlar, en absoluto, no depende de la voluntad del poeta. Uno escribe y tiene la esperanza de que sus poemas queden, que sean leídos por otras generaciones y eso sería muy satisfactorio, pero yo no voy a estar ahí para comprobar si ocurrió así o no ocurrió así. Es simplemente un deseo y quizá es la prueba de la vigencia, o no, de la poesía. Hay poemas que se escriben, duran un tiempo y pasan al olvido; y otros que permanecen en el tiempo, pero esto, repito, no tiene nada que ver con la voluntad del poeta. Es algo casi azaroso. Sucede y ya. Y no se puede explicar porque si uno pudiera explicarlo, tendría razones y esto no tiene nada que ver con la razón. Tiene que ver con algo que no se hace con recetas, y que está más allá de cualquier racionalidad.

L.P.: Ligado a lo anterior, la pregunta siguiente parece muy fácil de formular. Sin embargo, si leemos algunas de las muchas páginas de poesía que no pudieron derrotar la hoja en blanco en éste u otro país, la respuesta definitivamente parece más difícil. Antes de hacerla (o de repetírsela más bien a estas alturas), si me lo permite, quisiera introducirla leyendo un poema suyo de muy bonita factura aparecido en 1990 en un libro titulado Estrellas fijas en un cielo blanco. El poema dice así:

Porque el fantasma porque ayer porque hoy:

porque mañana porque sí porque no
Porque el principio porque la bestia porque el fin:
porque la bomba porque el medio porque el jardín
Porque góngora porque la tierra porque el sol:

porque san juan porque la luna porque rimbaud
Porque el claro porque la sangre porque el papel:
porque la carne porque la tinta porque la piel
Porque la noche porque me odio porque la luz:

porque el infierno porque el cielo porque tú
Porque casi porque nada porque la sed
porque el amor porque el grito porque no sé
Porque la muerte porque apenas porque más

porque algún día porque todos porque quizás

Pues bien, «¿Por qué escribe usted?», señor Hahn. ¿Qué lo mueve a tan tremendo esfuerzo? ¿Vale la pena la escritura?

O.H.: En ese poema que se llama «¿Por qué escribe usted?», yo, en el fondo, quise decir de otra manera que uno no sabe por qué escribe, porque todas las respuestas que hay en el poema, todos los ‘porque’ son contradictorios. Aparece un porque como razón o como motivo, pero inmediatamente después aparece el porque contrario, y en algún punto hasta dice ‘porque no sé’. Pero quizás la clave está en los últimos versos, en el último verso diría yo, ‘porque algún día, porque todos, porque quizás’, en que hay como una esperanza de algo, una esperanza de supervivencia, de trascendencia, de derrotar a la muerte, de ir más allá de lo meramente corporal, o material, pero sin saber exactamente qué es eso que uno espera.

L.P.: ¿Tendría relación un poco con Rimbaud, a propósito de que la poesía debía ser hecha por todos?

O.H.: Yo creo que la poesía es hecha por todos. Es hecha por todos porque el poeta lo que escribe en una hoja, en realidad son unos signos gráficos que no tienen ningún sentido sin los lectores. Yo le doy una gran importancia al papel del lector. Creo que se le da poca importancia. Se piensa en el lector como alguien más o menos accidental, y no es así porque el lector es un coautor del poema en realidad. Si alguien no lee el poema, son unas rayitas o unos signos en una hoja, nada más, que están encima de una mesa. Mientras que hasta que alguien lee eso, solamente en ese punto el poema empieza a manifestarse como tal. Es decir, siempre el poema es algo que, como dice Huidobro, podría ser, pero yo agregaría, que nunca es si no hay un lector frente a él.

F.F.: Antes de seguir, quisiera leer un poema suyo que se llama «El nacimiento de un fantasma»:

Entré en la sala de baño
cubierto con la sábana de arriba

Dibujé tu nombre en el espejo
brumoso por el vapor de la ducha

Salí de la sala de baño
y miré nuestra cama vacía

Entonces sopló un viento terrible
y se volaron las líneas de mis manos
las manos de mi cuerpo
y mi cuerpo entero aun tibio de ti

Ahora soy la sábana ambulante
el fantasma recién nacido
que te buscaba de dormitorio en dormitorio

Y preguntar si su reflexión en torno a la poesía, ¿posee un ‘fantasma recién nacido’?

O.H.: Yo diría que sí porque, en cierto modo, esta reflexión tiene una inmaterialidad, es más lo que quiero decir es que una reflexión no es una mesa, no es una silla, no es algo de madera o de hierro. Es simplemente una especie de espectro que tiene un cuerpo que es el cuerpo que le da el pensamiento y que se materializa en la forma de las palabras. Así que en términos generales, podríamos decir que cualquier reflexión es un fantasma recién nacido que busca un cuerpo, que son las palabras, o que son la forma del pensamiento mediante las cuales, o los cuales, hacerse presente.

F.F.: ¿Este fantasma también busca de dormitorio en dormitorio?

O.H.: Sí.

F.F.: ¿El poeta también?

O.H.: El poeta no necesariamente porque yo creo que ese poema es más que nada un poema de amor. Lo que busca el personaje del poema, es a la mujer amada que lo ha abandonado. Pero en otro nivel, también puede leerse como la búsqueda que hay a través del arte, de la literatura, del pensamiento científico, y los dormitorios pueden ser simplemente el mundo exterior, la realidad en la cual se verifica esta búsqueda.

L.P.: Varios son los temas que aborda en su trabajo. El de la muerte, como el del amor probablemente, parecen ser los que más lo han ocupado y ambos, si nos remitimos a sus propias palabras, han ido surgiendo de su propia vivencia personal. Arte de morir, por ejemplo, largamente escrito y reeditado desde 1961 a 1979, hasta que la precariedad de la existencia post golpe militar lo llevó a culminarlo finalmente, y Mal de amor, casi escrito en dos meses del año 80 como resultado de la explosiva presencia del amor en su vida. Ligado a ello, entonces, ¿cuán importante puede ser el trasfondo experiencial para la construcción de un texto poético u otro? ¿Es siempre vital o puede obviársela alguna vez? ¿Ha ocurrido en su obra ello?

O.H.: Yo siempre he pensado que, en el caso mío por lo menos, la experiencia vital es fundamental. Todos los poemas míos tienen que ver con alguna vivencia real que yo tuve, o con alguna experiencia, aunque no lo parezca a primera vista porque la poesía no manifiesta estas vivencias de una manera explícita, sino que muchas veces lo hace de manera simbólica, a través de signos que en una primera lectura no parecieran remitir a una experiencia real, pero que fueron motivados por una experiencia real. Yo creo que la respuesta tendría que ser por ese lado: son motivados, son gatillados por la experiencia real, aunque después lo que aparezca como poema no muestre explícitamente cuál es esa experiencia real, sino que surja o se pueda revelar de una manera más bien oblicua, o simplemente no saberse nunca. Con lo que yo no estoy de acuerdo sí, es con lo de Huidobro, eso de crear una poesía que él llamaba creacionista, en la cual, según él, todo era inventado y no tenía nada que ver con el mundo real. A mí eso me parece simplemente una imposibilidad, y creo que por ese camino él no llegó muy lejos. En cambio, cuando tuvo que rendirse frente a la experiencia, creo que terminó haciendo una poesía mucho más comunicativa para el lector.

L.P.: En «Visión de Hiroshima», un poema publicado en Arte de morir hacia el año 77, la larga reflexión que ensaya en el poema a propósito del desgarro que su imagen provoca, la del hongo atómico, termina con una pregunta: “¿y qué haremos con tanta ceniza?”. Bueno, dados los días que corren y la visión del propio desgarro que nuestros contemporáneos dolores nos causan, le pregunto yo a usted lo mismo: ¿qué haremos con tanta ceniza? ¿Qué haremos con su evidencia en medio de nuestra historia y nosotros mismos?

O.H.: Se ve por ejemplo que aunque la pregunta está al final del poema «Visión de Hiroshima», y que tiene que ver con ese hecho terrible que ocurrió en esa ciudad japonesa (el lanzamiento de la bomba atómica), esa misma pregunta, ‘¿y qué haremos con tanta ceniza?’, se podría referir a las torres gemelas, se podría relacionar con los actos terroristas que han ocurrido últimamente, se podría relacionar con la guerra convencional que para mí es una especie de terrorismo hipócrita –así lo llamo yo, ese es el terrorismo hipócrita: la guerra–, porque diariamente en Irak, por ejemplo, mueren más de 50 personas y nadie dice absolutamente nada y no sale casi en los diarios; en cambio, un solo acto del terrorismo convencional aparece en todas partes aunque haya ocurrido una vez al año. Entonces, hay como una gran hipocresía generalizada con respecto a esto, en la cual yo quiero hacer mucho hincapié, y quiero fijar esa frase del terrorismo hipócrita que es la guerra convencional, pero todas estas acciones violentas y destructivas, sean del lado que sean, finalmente tienen que responder la misma pregunta: ‘¿y qué haremos con tanta ceniza?’. Con la ceniza no se hace nada. La ceniza es simplemente el fin, la destrucción, el apocalipsis ya sea pequeño o descomunal.

F.F.: Todas sus antologías poseen una característica que las renueva, un plus del autor, como el regalo de nuevos poemas, y donde el título de la obra también nos menciona una cualidad del texto a leer. Un ejemplo de eso es Versos robados, donde aludía a la pertenencia de esa poesía “a un pasado literario”. Entonces, ¿qué nos quiere decir el título de su última antología, Sin cuenta, aparte de la idea cuantitativa y someramente temporal también?

O.H.: Sí, la nueva antología, claro, tiene este título de Sin cuenta –dos palabras: la primera con “ese”–, y hace un juego con el número 50 puesto que se publica para recordar los 50 años de poesía, de mi poesía, porque esa es la edad que tiene mi poesía en este momento: 50 años. Pero al mismo tiempo yo creo que se quería plantear lo de la persistencia del acto poético, de la perseverancia del acto poético, porque cincuenta, el número, es un número concreto, una cantidad definida, exacta, que implica un fin: hay 50 poemas y el número 50 es el último de esos poemas. Pero al utilizar el título de Sin cuenta se abre esto totalmente porque, en el fondo, se está diciendo sin límite: la poesía, aunque se pueda contar con números específicos, va mucho más allá de eso y pretende, aunque yo no sé si en mi caso lo logra o no, ir más allá de algo cuantitativamente específico. Implica una apertura hacia otras fronteras, hacia otras dimensiones.

L.P.: A propósito de este libro, en «Fragmentos de Heráclito al estrellarse contra el cielo», pueden leerse tres versos que me gustaría repetir:

No nos bañamos dos veces en el mismo río

No entramos dos veces en el mismo cuerpo
No nos mojamos dos veces en la misma muerte

En ese sentido, ¿el relanzamiento de varios poemas antiguos en la antología Sin cuenta puede constituir una nueva experiencia de escritura, una otra forma de enfrentarse al mismo y simultáneamente distinto río de la vida?

O.H.: De nuevo voy a decir que yo no sé si eso funciona en el caso mío, pero por lo menos en los poetas cuyas obras permanecen, yo creo que eso es exactamente lo que ocurre: es como la primera lectura, que sería como la persona que se baña en el río, la primera lectura es una, pero si ese lector lee el poema mucho tiempo después, de nuevo, se supone que es otra experiencia aunque sea el mismo texto, como es otra experiencia la del que se baña en el río porque después el río corre y entonces, la segunda vez, no es el mismo río. Y eso se aplica también a lo que estaba diciendo porque los poemas que podríamos llamar pobres, son aquellos que generalmente aguantan una pura lectura y ahí se agota el poema. En cambio, los poemas que prevalecen, de Rimbaud, de Baudelaire, de T.S. Elliot, de San Juan de la Cruz, esos son poemas en que cada lectura es una lectura desde cero, prácticamente, aunque parezca raro. Así que esa observación yo la comparto, creo que así es como funciona el proceso con la poesía que permanece: la tercera, la cuarta, la quinta lectura, son siempre primeras lecturas.

F.F.: Su poesía es bastante perenne en ese sentido. Pero volviendo al poema «El nacimiento del fantasma», el personaje ya sin líneas en las manos continúa su búsqueda, continúa construyendo, continúa dándonos experiencias de lectura. Bien, quisiera hacer lectura del último poema del libro Sin cuenta, «Lolitas», que está fechado en 2005 y parece el regalo que trae este libro.

O.H.: Espero que sea un regalo y no un castigo.

F.F.: El poema:

Somos los viejos locos
los viejos que nos acostamos
con muchachas 40 años menores que nosotros
los que tratamos de ignorar a la muerte
como si fuera una amante de otra época
a la cual ya no quisiéramos ver
y cruzamos muy rápido a la acera de enfrente
donde está la ninfa esperándonos
senos duros pezones rosados
y labios de la vulva frescos y rojos
no el sexo seco de la muerte
esa fruta que ya no da jugo
Y nos arreglamos el nudo de la corbata
mirándonos en una vitrina de una tienda
donde ahora vemos nuestra cara arrugada
el pelo escaso la barba canosa
entre computadoras y teléfonos celulares
y el reflejo de la muchacha que nos sonríe
con la guadaña en la mano

Lo más interesante de este poema, creo yo, es que une la dimensión del amor y de la muerte, y ese es el regalo que nos da su libro. ¿Su reflexión en torno a esto?

O.H.: Claro, es curioso porque lo que sucede es que, a la edad de uno –yo tengo 67 años– uno empieza a mirar la relación amorosa, o incluso la relación erótica, como una especie de paraíso perdido. El amor empieza a funcionar como un paraíso perdido que uno quisiera reencontrar, y muchas veces se da esta situación de buscarlo en la juventud, entonces se produce el desplazamiento, el desfase entre el amante que es mayor y la mujer amada, en este caso que es muy joven, y que es como una forma de reencontrarse con la juventud perdida. Pero al final, creo yo, la paradoja del poema es que aún esa muchacha que aparece ahí tiene la guadaña en la mano, vale decir que no importa hacia dónde trate de escapar uno, aunque trate de escapar a través de una muchacha hacia la juventud, igual se va a encontrar ahí con la muerte.

L.P.: Con la aparición de los poetas suele seguir un intento de leerlos trascendiéndolos a ellos como sujetos específicos, no concretos, y se les reúne en grupos de poetas, habitualmente llamados ‘generación’. A usted se lo sitúa en la generación dispersa, ¿qué elementos, cree usted, comparte con los demás autores, o no comparte, con los cuales es signado miembro de aquella generación?

O.H.: A mí me parece que el término generación implica una arbitrariedad, porque si bien es cierto que uno puede indicar características de personas que nacieron más o menos en los mismos años, también hay poetas que se caracterizan, justamente, por ser islas, los llamaría yo, poetas islas: el caso de José María Eguren, por ejemplo en el Perú, que aunque la gente de su generación estaba haciendo una cosa que era afín para ellos, él estaba como al margen de eso. Lo que digo es que aunque en el caso mío se han tratado de buscar, como a la fuerza diría yo, ciertas afinidades con otros miembros de mi generación, a mí me parece que hay más diferencias que semejanzas, sin que esto implique que yo me considere mejor que los otros, estoy solamente indicando o describiendo algo, sin emitir ningún juicio de valor. Cualquiera persona que conozca mi poesía bien, y que la compare con cualquiera de los otros miembros de mi generación, va a notar las diferencias, creo yo, pero muy rápidamente, así que más bien es una poesía que corre con colores propios con respecto a la generación en la cual la mayoría de sus miembros corren con los mismos colores.

L.P.: Usted titula un libro Versos robados, y yo quisiera hacer una cosa bastante similar, al menos en el título. Quisiera robar una idea de una de las personas que en alguna oportunidad lo entrevistó, aunque me parece que esta pregunta no se la hizo, pero es una pregunta acuñada por Warken. El solía preguntar a sus invitados qué poema se llevarían si tuvieran que salvar un poema. En ese sentido yo quisiera preguntarle, a pesar de lo atrevido que es escoger uno, yo quisiera darle la oportunidad de escoger dos: uno propio y otro ajeno.

O.H.: Empecemos por el ajeno. El poema que yo salvaría es el «Canto espiritual» de San Juan de la Cruz
[1]. Es un poema que yo lo releo, frecuentemente, y con ese poema me ocurre lo que hablábamos al principio, es decir que cada vez que lo leo es como si fuera la primera vez. Es un poema riquísimo en imágenes, en musicalidad, en ritmo, en pensamiento amoroso, en fin, pero ya en las lecturas actuales mías de ese poema yo lo disfruto solamente, no me pongo a pensar en cosas técnicas o teóricas o análisis con respecto al poema, simplemente el goce de leer, el puro goce de leer y de experimentar el poema. Ahora de los míos, no sé, es muy difícil porque, por ejemplo cuando se pensó en esto de elegir 50 poemas míos para realizar esta antología, yo no pude elegir los 50 poemas. Tuve que pedirle a varios amigos míos que los eligieran, cada uno hizo su lista sin conocer la lista de los otros y, finalmente, seleccionamos los 50 que se repetían. Y si yo ya tenía ese problema para elegir 50 poemas, yo creo que para elegir uno es una misión casi imposible para mí, quizá porque pasa un poco –aquí voy a decir una metáfora un poco trillada, que está bastante trillada, pero que es cierta– eso de que los poemas son como hijos de uno también. Uno siente como que si privilegia uno en particular va a ser como triste para los otros poemas. Entonces, me cuesta realmente hacerlo. O también puede depender del humor del momento. Hay ocasiones en las cuales podría haber nombrado un poema, otras veces otros, y así. Así que esa pregunta creo que no la puedo responder.


[Entrevista realizada el día 19 de julio de 2005 para el Programa Bello Barrio, de la señal comunitaria de la Universidad Bolivariana –Radio Ciudadanía (105.3)–, se emitió al aire cerca de un mes después, el miércoles 24 de agosto, a las 19:00 horas. Una versión de esta entrevista fue publicada, en septiembre de 2005, en el sitio de la Revista electrónica Plagio <
http://www.plagio.cl/php/articulo.php?n=1086>]

[1] “¿Adónde te escondiste,/ Amado, y me dejaste con gemido?/ Como el ciervo huiste,/ habiéndome herido;/ salí tras ti clamando, y eras ido.// Pastores, los que fuerdes/ allá por las majadas al otero,/ si por ventura vierdes/ aquel que yo más quiero,/ decidle que adolezco, peno y muero.// Buscando mis amores/ iré por esos montes y riberas;/ ni cogeré las flores,/ ni temeré las fieras,/ y pasaré los fuertes y fronteras” (San Juan de la Cruz, «Cántico espiritual», fragmento)

jueves, 26 de junio de 2008

Entre Puerto Montt y Puerto Varas con García Márquez a bordo de un bus interurbano


“¿Qué será de los niños que fuimos?”
(Enrique Lihn)

Era 1985 ó 1986. No lo recuerdo con exactitud. Sin embargo, lo que sigue es tan cierto como el aroma a terneros mojados de los láricos poemas de Teillier, o la amarilla nube de mariposas que Mauricio Babilonia arrastra tras de sí en los leídos Cien años de soledad del colombiano García Márquez. Un absoluto de teoría. Una verdad del porte de una catedral. Y como en ellas la creencia pesa más que su certidumbre, la fe más que su empiria, me atrevo a comentarlo ahora que la distancia ha disipado mis dudas de laboratorio, y el tiempo esa jabonosa inseguridad de adolescente con acné. Detrás de tamaña barricada, alcanzo a recordar que por entonces cursaba tercero o cuarto medio, no pasaba de los 15 años y leía como contratado. Sartre, Dostoievski o los latinoamericanos, una larga lista de autores recomendada por un par de profesores de fantasía que a pesar de la época, el Colegio y los programas del Ministerio de Educación, nunca dejaron de hacernos clases. Un mérito.

Nostalgia mediante, recuerdo que aquel día, como todos los días, regresaba a casa a bordo de un bus interurbano luego de la habitual jornada diaria de nueve horas y, como todos los días también, lo hacía de pie de acuerdo a la autoritaria costumbre patria que obliga a los niños a ceder el lugar a las personas mayores. Bajo el peso de la anunciada noche que todavía no alcanzaba a percibir como injusta, animadamente discutíamos con un compañero acerca de algún obscuro pasaje de los señalados Cien años de soledad del cual, pocas horas antes, habíamos rendido una prueba. Enredados en alguna de las muchas ramas de su árbol familiar, casi no nos dimos cuenta cuando uno de los pasajeros, con un indescifrable acento extranjero, nos interrumpió para corregir nuestra lectura y muy amablemente alumbrarnos con la suya. Agradecidos por su intervención, sorprendidos también por lo inusitado de su gesto, seguimos discutiendo hasta que las luces de la ciudad nos devolvieron a nuestras casas y, con ello, a su habitual rutina. Ya en ella, recuerdo mi estupor cuando horas más tarde, en mitad de la comida y frente al aparato de TV, una de las notas del informativo central señalaba que por esos días, Gabriel García Márquez, el mismo que un par de años atrás había recibido el Nobel por su aporte al desarrollo de las letras, estaba de viaje en el país. Sin convencerme del todo, y con la creciente preocupación de mi madre y mis hermanos ante mi evidente estado de alteración, mi desconcierto fue total cuando una de las imágenes dejó ver un increíble parecido entre el escritor y el sujeto que horas antes nos había abordado en el bus para precisar algún punto en el largo parentesco de los Buendía.

Excitado por la posibilidad, turbado un poco por lo que me parecía una clara manifestación mágica de lo real, al día siguiente se lo comenté a mi compañero de ruta, quien, ocupado en asuntos de mayor importancia, escasa atención me prestó. Atrapado entre el duodeno y algún otro recoveco del aparato digestivo, su apurada memorización para un control de biología lo había desconectado ya de este asunto. Desilusionado, entonces, por su temprana abducción al imperio de lo racional, juré no hacer lo mismo y menos olvidarme del hecho. Y aunque los años paulatinamente terminaron por imponerse con su carga de amnesia y realismo, cada tanto lo saco a colación con la secreta esperanza de volver a encontrarme, no ya con el celebrado autor de los Cien años, sino con el rostro vivo de los niños que ese día comenzaron a desaparecer.


[Inédito]

Indefensión i anhelo en el barro de los dioses


Caído Heracles
y apagado el eco de sus doce y más hazañas

¿ qué otro canto arrullará el sueño nuestro de cada noche i día
qué dulce voz adormecerá nuestros temores ?



¿ Huérfanos, quizá
como Prometeo en el templo de Atenea
a tientas tendremos que encender la luz
de nuestros veladores

o a obscuras
cual tiempo anterior a la metáfora ilustrada
tendremos que vérnoslas solos

sitiados i desnudos
condenados o salvos ?


[IV, inédito, parte del poemario Logos]

La caída de Heracles


Si las Columnas de Heracles cayeran
cual sueño de Newton
vieran desbarrancar su herencia

¿ Qué ojetillo de Hera veríalo al héroe
saltar i tropezar
tropezar i esquivar sus afanes de obstáculo
(su despecho de hembra-diosa birlada)

cuántas cadenas en Lípari se necesitarían
para contener las furias
de Bóreas, Noto, Euro i Céfiro
los cuatro vientos puntos cardinales que Zeus
encomendara a Eolo

cómo escribiría Eneas -por ejemplo-
su huída de Troya
su tozudez de siete colinas

brillaría acaso en el sitio 1.172
de la serie de asteroides que hoy día
separan
Marte de Júpiter ?



[III, inédito. Parte del poemario Logos]

Esbozos para un ensayo de lo real y su poética de representación


Outlines for an essay of reality and its poetic representation


RESUMEN

A continuación se presenta una discusión teórico epistemológica relativa a la producción científica de conocimiento en la antropología y las estrategias de textualización para su derivado problema de representación. Sobre la base de una posición escéptica anclada en el radicalismo de Feyerabend y con un artículo del arqueólogo Francisco Gallardo como excusa textual, se intenta situar la discusión en nuestro país y avanzar hacia su resolución/no resolución a partir de elementos disciplinarios que lo amplíen, por una parte, al contexto de su producción y, por la otra, al juego de fronteras, disciplinarias como nacionales, en donde su producción/reproducción se mueve.

PALABRAS CLAVE

Antropología, conocimiento, representación, fronteras disciplinarias.

ABSTRACT

This paper presents a theoretical and epistemological discussion about the scientific production of knowledge in anthropology and the strategies required to overcome the problem of textualising the representation of that knowledge. Based on a skeptical position related to the radicalism of Feyerabend and an article from archeologist Francisco Gallardo, this text seeks to locate the discussion in our country and guide it towards its resolution/non resolution. Starting from the disciplinary elements the idea is to broaden the problem to reach the context of its production in one hand and the space of academic and national frontiers where its production/reproduction is performed, in the other.

KEY WORDS

Anthropology, knowledge, representation, social science frontiers.


“Se puede decir cualquier cosa de un sueño,
menos que sea una mentira. Lo mismo de un mito”
(Ernesto Sábato)

I

“¿Es más real el agua de la fuente/ o la muchacha que se mira en ella?”, se pregunta, sin respuesta, el fallecido poeta chileno Juan Luis Martínez. Y como reconociendo la naturaleza ambivalente, o múltiple, de la existencia humana (o al menos de la suya), acto seguido tacha su nombre y vuelve a firmar Juan de Dios Martínez, una variación personal con que busca autorreferirse de distinto y mejor modo. De nuevo inconforme, sin embargo, por segunda vez desestima su nombre, esta vez, quizá, por la incapacidad del lenguaje para rotular lo real, y desaparece en las páginas de su libro, ‘desajustadamente’ titulado La nueva novela.

Confusión de géneros, la introducción de una pregunta que colinda con lo epistemológico en un libro de poesía cuyo título busca aproximarse a la prosa en su pertenencia, a la vez que plantea la difuminación de los estancos, paralelamente señala el problema del conocimiento y quiénes pueden acceder y referirse a él. Materia de autoridad y de entrenamiento especializado, su emisión por boca de un poeta que ni siquiera terminó la enseñanza primaria y casi revolucionó las formas en la poesía de nuestro país, señala la improbabilidad, como apuntan varios autores (no tantos, en rigor), de una comprensión del conocimiento como exclusivo a los ámbitos académicos y de su dinámica productora como únicamente interna a ella.

Que el (acceso al) conocimiento, entonces, sea propiedad de la actividad científica y, en consecuencia, su racionalidad una herramienta que esté por encima de otras en tanto se ha arrogado, y también se le ha reconocido, un cierto papel en el supuesto progreso de la humanidad, es algo cuestionable, aunque no necesariamente su discusión haya supuesto algún retroceso efectivo de su accionar, o una menor valía al interior de nuestras sociedades. Que en nombre de la razón, como apunta Lyotard, se hayan escrito algunas de las más obscuras páginas de la historia, como los campos de exterminio o el desarrollo de la bomba atómica, o que sus resultados en los hechos no hayan significado un retroceso del hambre, la inequidad social y/o las enfermedades, como también anota Feyerabend para referir, entre otros, al escaso avance de la investigación médica en la comprensión y lucha contra el cáncer, son ejemplos que poco han conseguido en la desmitificación de su importancia y en su igualación, como efecto paralelo, con otros saberes o estilos cognitivos.

¿Por qué, sin embargo, esto ha sido así? ¿Por qué si la ciencia, como dice Feyerabend, “estuvo siempre en la avanzada de la lucha contra el autoritarismo y la superstición [de un modo tal que] le debemos nuestra incrementada libertad intelectual frente a las creencias religiosas [como] asimismo la liberación de la humanidad de antiguas y rígidas formas de pensamiento” (2001: 379), ahora hemos de padecerla al punto de reclamar, él mismo, contra el obscurantismo de sus prácticas y el analfabetismo de los científicos?

Reclamo posible de ilustrar con un viejo artefacto del también viejo Nicanor Parra –“¿y ahora quién nos liberará/ de nuestros liberadores?”–, el contundente ejemplo que acompaña Feyerabend para dar cuenta de la autoritaria y arrogante firma de un centenar de prohombres de ciencia en contra de la astrología con arreglo al peso de sus nombres y no a una contraposición argumentada (cf. Feyerabend, 1984: 161-163), repone la pregunta en torno al carácter, efectivamente científico, de la ciencia. Paradójico asunto, ¿es la sumatoria de pasos sistemáticamente dados en función del entendimiento de una incógnita, esto es la detentación de un método, la que la ubica en tan céntrico sitio, o es la supuesta abundancia de resultados con cargo a dicho método lo que ha terminado por instalarla ahí? Ambas preguntas, alumbradas y desechadas por Feyerabend en su artículo “Cómo defender a la sociedad de la ciencia”, a estas alturas, casi treinta años después de su formulación primera, podrían ser acompañadas por otra a propósito del efecto espejo que esta misma situación –el gravitante lugar que en nuestras sociedades ocupa la producción científica de conocimiento– tiene con respecto a la mantención de un tal estatus. De otra manera, la característica endogámica de los procesos que se producen y reproducen a sí mismos, y que Morin ha llamado recursividad, ¿no podría ayudar a comprender el sostenimiento de la importancia que aún sigue ostentando la ciencia en una suerte de retroacción de los efectos sobre sus causas (1988: 112)
[1]?

Pues bien, apuntando a la ciencia como otra ideología en el mar de ideologías que bañan las playas del fenómeno humano, Feyerabend sostiene la falsedad de la existencia de un método y su efectividad en materia de generación de resultados, toda vez que no sería cierto, lo primero, porque así como no desembocaría en teorías a partir de un levantamiento e inferencia desde los hechos (o de su apoyo en ellos), sino al contrario
[2], tampoco aquéllas –las teorías– podrían justificarse ni alegar excelencia por sí mismas más que como una marca de preferencia históricamente contextuada y por comparación con otras[3]. En último término, insiste, porque cuando se ha buscado someterlas a prueba, o no se llega hasta el final de la aplicación de tales criterios de evaluación, o ello no es realizable porque tales criterios, en rigor, no existirían. Lo uno, por ejemplo, porque si ello sucediera tal como propone Popper, la eliminada sería la ciencia y, lo otro, porque la propuesta de Lakatos no ofrecería reglas metodológicas para tal evaluación lo que, en la práctica, podría permitir la mantención de ellas hasta el infinito. En cuanto a lo segundo, esto es que la generación de resultados probaría la excelencia de su método, en su opinión tampoco lo sería cabalmente porque ello debería ir de la mano de una demostración de la ausencia de resultados por otras vías, y que los propios lo fuesen sin la intervención de otras mecánicas productoras, situación, a lo menos, controvertible.

Ideología dominante y totalitaria, su llamado a la separación de la Ciencia y el Estado como, en su momento, ocurrió con la Iglesia respecto de este último, estaría señalando el tipo de lugar que hoy ocupa y la necesidad, en consecuencia, de volver a valorar otros estilos cognitivos en igualdad de condiciones con ella. ¿Es dable, sin embargo, esta alternativa? ¿Qué hace que obstinadamente se la defienda y se señale a sus iniciados miembros como los únicos que pueden ejercer tales tareas, se menosprecie la labor de otros en otros ámbitos, o se iguale a la razón con la ciencia en un movimiento que, minusvalorando otras herramientas del conocimiento, hace que, por ejemplo, connotados antropólogos como el norteamericano Marvin Harris lleguen a decir que “la razón, la evidencia y la objetividad” (1994: 224), son las únicas que pueden realmente hacer aparecer “las verdades desnudas de la vida social”, dado que no sería plausible “esperar que los participantes de los estilos de vida expliquen sus estilos de vida [toda vez que] la conciencia cotidiana no puede explicarse a sí misma” (op cit: 13)? ¿Qué efectos, por otra parte, puede tener que se la distinga como una actividad exclusiva de mentes privilegiadas y, por tanto, se les conceda la posibilidad de conducir al resto de los seres humanos, cuales impúberes, por los caminos del misterio solo a ellos revelados?


II

En marzo de 2000, Francisco Gallardo, un conocido arqueólogo chileno, publicó en el Boletín de la Sociedad Chilena de Arqueología un artículo que tituló “Teoría: todo lo que siempre quiso saber y nadie le quiso contar con franqueza acerca de este asunto en antropología”. La reacción, a lo menos generosa en calificativos de diverso tipo, podría afirmarse que no dejó a nadie –en el reducido mundo que en nuestro país forman las disciplinas antropológicas, claro– indiferente. Que la antropología, como hija de la ciencia, y la actividad teórica, como una de sus operaciones básicas, fuesen reducidas e igualadas a otras de las muchas que configuran la vida social, era impensable, y más si en la argumentación se la refería, no sin sarcasmo, como “una actividad no más o menos especializada que cualquier otra, y no más compleja que preparar un martini seco o una paella a la valenciana” (2000: 57).

Reaccionando humorísticamente, pero muy en serio, a la extendida imagen que ha hecho de la producción teórica un tipo de empresa reservada a personas de inteligencia superior reunidas en torno a los edificios conceptuales de la ciencia, Gallardo ironizaba respecto de las muchas formas que un mismo hecho podía adoptar según fuese el prisma teórico con que se lo observase y, desde ahí, se preguntaba acerca del valor relativo de tales lecturas. Entendiendo a la teoría, entonces, como “un puñado de conceptos emparentados de manera consanguínea y matrimoniados por todas las de la ley […] cuyo único y simple fin es dar un sentido único y particular a un acontecimiento, cualquiera sea éste” (op cit: 58), su razonamiento, resumido al máximo, sostenía que conocer y expresar esos conocimientos no eran cuestiones privativas de la ciencia, pero que, alojadas ahí y a propósito de su búsqueda, podrían reconocerse tres actitudes o lugares filosóficos desde los cuales ésta se ha emprendido, esto es mirar, escuchar y sospechar, las tres fuentes no escalonadas que cerrarían el círculo del conocer occidental, y alrededor de las cuales se podría agrupar el conjunto de escuelas, o ismos, que a lo largo del tiempo han venido constituyendo su tradición y diferenciando, en sus prácticas, esas tres herramientas.

“Punto de vista acerca de los hechos” (op cit: 59) y no otra cosa, que a esta actividad se la haya terminado revistiendo de un cierto “aura místico y bastante rococó” no sería, en su juicio, “un efecto de profundidad, ni el resultado del fino y delicado acto de mirarse al ombligo, sino más exactamente de la proliferación de un vocabulario diseñado más para diferenciar y aburrir a la audiencia poco interesada, que para aclarar las cosas a otros” (op cit: 57)
[4]. Metalenguaje sofisticado, en otra parte y refiriéndose a lo dicho por Lévi-Strauss sobre el particular, el también antropólogo Clifford Geertz ha apuntado que “la explicación científica no consiste, como tendemos a imaginar, en la reducción de lo complejo a lo simple” sino, más bien, “en sustituir por una complejidad más inteligible una complejidad que lo es menos” (1997[1973]: 43).

Más o menos admitida esta situación de expropiación del acceso al conocimiento por parte del especialista en la persona de los no iniciados, que ello suponga aceptar, como casi no plantea Gallardo, que siguiendo ciertos pasos cualquiera podría estar en camino de alcanzarlo, parece una cuestión que está más allá de los umbrales de tolerancia de los científicos o académicos aún cuando su elaboración no suponga, como en Feyerabend, una actitud de escepticismo respecto de la ciencia como mecánica privilegiada, si no única, para producirlo. ¿Por qué, sin embargo, el encendido rechazo a este punto en particular de la lectura del artículo de Gallardo si en él, como se dijo, no se buscaba poner en discusión la necesidad de la ciencia y el pensar teórico y, menos, desconocer el hecho –nada agradable, en sus palabras– de que su actividad conlleve, como efecto asociado, una construcción de la realidad? ¿Cabe aquí una respuesta puramente disciplinaria, de tipo internista, si en tales reacciones, además de exceso de gravedad por la utilización humorística de nombres propios y teorías, pudo constatarse apego al pequeño nicho, y defensa, en consecuencia, del conjunto de regalías, privilegios o prestigios, por pequeños que estos puedan ser, que una tal posición, ser científico, y sus prácticas, realizar investigación, otorgan?
[5].

Afirmando, en suma, la inexistencia de paradigmas en competencia, sino de personas que actúan como si ello fuese así, Gallardo volvía a relevar los muchos intereses ideológicos (conscientes e inconscientes) que pueblan la actividad del conocimiento y la necesidad, en último término, de actuar responsablemente en tal ejercicio. De paso, puso el dedo en la herida a propósito de la construcción de lo real que ello supone resituando, indirectamente, la pretensión, utopía incluso política en Feyerabend, de un conocimiento no intermediado por el investigador, esto es que “sería mejor escuchar directamente los relatos, sin el filtro de una entidad intelectual interpuesta entre la fuente y quienes pueden aprender de ella” (1984: 155).

Abordado desde diferentes sitios, sin embargo, la posibilidad/imposibilidad de un conocimiento así alcanzado parece improbable dado los invisibles pero fuertes hilos que amarrarían a la persona del investigador a la realidad que estudia, más aún desde que el físico alemán Werner Heisenberg aportara sus hallazgos en torno al principio de la incertidumbre y la dificultad de calcular, simultáneamente y con precisión, algunas variables (la posición y el momento lineal de una partícula, p.e.), de forma de reducir a cero su presencia en los resultados finales alcanzados en laboratorio. Si en esa realidad protegida, entonces, ello era imposible, su extensión a los fenómenos sociales, no hacía más que remarcar lo incierto del conocimiento
[6]. En otro espacio y tiempo de esta discusión, y a propósito de la emergencia de la realidad en y por el lenguaje, el biólogo chileno Humberto Maturana ha señalado que si la realidad surge con su denotación y en ella quien la realiza viene incorporado, no solo no podría haber un conocimiento objetivo, sino que se estaría ante la evidencia de que “fuera del lenguaje nada (ninguna cosa) existe, porque la existencia está ligada a nuestras distinciones en el lenguaje [vale decir] que el observar no revela una realidad independiente, sino que constituye lo observado como una configuración de coordinaciones de acciones consensuales en el lenguaje” (1997: 113-114)[7].

Igualmente crítico en la materia, pero alegando el fracaso de la ciencia no solo en su intento de controlar el objeto de su conocimiento, sino también en el de reconciliar las demandas contradictorias de la representación y la comunicación, el antropólogo estadounidense Stephen Tyler ha señalado que “cuanto más el lenguaje se volvía su propio objeto, menos tenía que decir sobre cualquier cosa. De este modo, el lenguaje de la ciencia devino el objeto de la ciencia, y lo que había comenzado siendo percepción no mediada por conceptos devino concepción no mediada por perceptos” (1998[91]a: 299). Así, remarcando el carácter crítico de esta situación, para este autor “a medida que la ciencia se comunicaba mejor y mejor sobre sí misma, tenía menos y menos que decir acerca del mundo” (ibid), uno, por el desplazamiento habido desde el original interés en el lenguaje como representación (de la naturaleza) hacia su atención en él como (y para su) comunicación y, dos, por la negativa, o imposibilidad, del lenguaje de perfeccionarse a sí mismo dadas las constantes brechas que el intento de aprehender conceptualmente lo real iba abriendo. Como sea, en su juicio, la pérdida del sentido inicial de la ciencia sería muy clara, más todavía porque “en un exceso de democracia, el acuerdo entre los científicos devino más importante que la naturaleza de la naturaleza” (ibid).

Ahora bien, como interpelado por una de las piedras/palabras que él mismo arrojara, en este punto Feyerabend, a propósito del distanciamiento de la ciencia y sus objetivos primeros, afirma la dificultad de que en su interior se de ese encuentro entre dato y conocimiento, puesto que en un modelo como el científico, este último vendría dado de antemano por la teoría y no por la indagación misma y, en muchos casos, como en el de la medicina occidental por ejemplo, por el préstamo/imposición desde otros dominios, como los de la biología, la química y la física. De esta forma, según su entendimiento, “el comportamiento total de un organismo puede que no se conforme a las leyes de la biología sugeridas por experiencias no médicas. Pero esto es algo que no llega a descubrirse nunca, pues, una vez impuestas las leyes biológicas sobre la práctica médica, prestamos atención a la evidencia biológica y ya no a la evidencia médica” (1984: 207), de lo que resultaría, finalmente, que “el médico científico ve al paciente a través de los cristales de alguna teoría abstracta; [dado que] al depender de una teoría, el paciente se convierte en un sistema de alcantarillado, o en un agregado molecular, o en un saco lleno de humores” (op cit: 208)
[8].


III

Esta situación, que bien podría suponer un cerrar la puerta e irse para la casa a la manera que hace Murdock, y relata Borges en su conocido cuento El etnógrafo, a raíz de la belleza del secreto que ha alcanzado y su ninguna correspondencia con la frivolidad de la ciencia, o como también describe Vargas Llosa en su novela El hablador para el caso de Mascarita, quien también abandona sus estudios de etnología para zambullirse en la profundidad de la vida social machiguenga, una cultura tradicional de la selva amazónica, en antropología ha significado una interesante discusión que, aunque ha puesto en tela de juicio el estatuto científico de la disciplina, ni con mucho ha significado renunciar a la tarea, acaso ha agregado densidad a su problematización.

En este sentido, aunque para Adams “el antropólogo, a pesar de haberlo intentado, no ha tenido más éxito que el filósofo en la objetivación del otro, dado que es imposible objetivar el sí mismo” (2003[1998]: 19), como tampoco despojarse de un juicio moral en tanto la antropología está constituida por seres humanos, en su reflexión ello no supondría que no pueda ser ciencia, toda vez que a la existencia y desarrollo de una batería conceptual propia, se agregaría la posesión de recursos metodológicos más o menos singulares y la búsqueda de evidencia externa a través de la observación y la experienciación.

Por su parte, el mexicano Néstor García Canclini, tratando de responder a la implícita pregunta de si todo este cuadro y dificultades implicarían desechar la tradición empírica de la antropología, señala que:

el reconocimiento de esta complejidad del trabajo de campo, así como de su interacción con los dispositivos textuales e institucionales en que se constituye su sentido, no tiene por qué reducir la importancia y el valor de ir al campo. Hacer antropología, o simplemente hacer investigación, requiere datos, y para obtenerlos es necesario hacer trabajo en el terreno. Las discusiones teóricas y la crítica a los textos antropológicos sirven para ser más conscientes de que los datos no están en el campo, esperándonos, y que son resultado de procesos sociales, institucionales y discursivos de construcción; pero la labor teórica no puede sustituir el esfuerzo por obtenerlos. Más bien aumenta la necesidad de tener más datos, volver una y otra vez al campo para someterlos a prueba (2004: 111-112).

Indicando estos inconvenientes también como una posibilidad, y ligando esta reflexión al desarrollo de la línea interpretativa en antropología y, más tarde, a su continuación entre los llamados posmodernos norteamericanos, una primera utilidad de esta línea de trabajo, a decir del mismo García Canclini, es su llamado a:

volvernos más atentos a las variadas situaciones que intervienen en la formación del saber antropológico y en la construcción de la singularidad de la disciplina [precisando que] una novedad en los debates de los últimos años sobre las viejas preocupaciones por la cientificidad de la antropología es no quedarse en la crítica ética (¿dice el etnógrafo la verdad?) o en la impugnación política (los intereses colonialistas impiden a muchos antropólogos ver correctamente o los impulsan a deformar lo real). La problematización se ha vuelto más radical al cuestionar epistemológicamente las condiciones en que se produce el saber antropológico y en que se elabora su comunicación a través de mediaciones textuales e institucionales (op cit: 105).

Antes de este giro o apertura, sin embargo, la antropología hubo de transitar desde concepciones totalizadoras, estáticas y normalizadoras, y cuyos productos, etnografías realistas y monológicas escasamente preocupadas por su facturación textual y el componente subjetivo de la propia presencia, paradójicamente, arrancaban su autoridad del socorrido estar allí antropológico, hacia otra menos autoritaria y cada vez más consciente de las relaciones intersubjetivas que en su labor se generan, esto es etnografías polifónicas, dialógicas y dispersas en su autoría, multitextuales o experimentales en su construcción, muchas veces literarias o derechamente poéticas
[9], y enmarcadas en lecturas interpretativas y reflexivas de la realidad.

Suma de muchos retazos, uno de los primeros libros que en esta línea se editó, el conocido y tardíamente publicado El antropólogo como autor, claramente reacciona al hasta ese momento extendido supuesto de que “los buenos textos antropológicos deben ser planos y faltos de toda pretensión [y que, en consecuencia] no deben invitar al atento examen crítico literario, ni merecerlo” (Geertz, 1989: 12), llamamiento que con la realización del Seminario de Santa Fe, en abril de 1984 en los Estados Unidos, amplificaría esta preocupación de forma que, en un corto tiempo, a la interpretativa imagen de las culturas como textos, cada vez más se le ha ido agregando una comprensión de la etnografía como género literario o, si se lo quiere de un modo más crítico como el apuntado por el antropólogo argentino Carlos Reynoso, más ocupada “de los textos sobre la cultura que de abordar la cultura como texto” (1998[91]: 31)
[10]. Lo uno, por la idea de que hacer etnografía “es como tratar de leer, en el sentido de ‘interpretar un texto’, un manuscrito extranjero, borroso, plagado de elipsis, de incoherencias, de sospechosas enmiendas y de comentarios tendenciosos y además escrito, no en las grafías convencionales de representación sonora, sino en ejemplos volátiles de conducta modelada” (Geertz, 1997[73]: 24); lo otro, por la naturaleza ficcionada de su ejercicio y el papel que en ello le cabría al antropólogo “en el sentido de que son algo ‘hecho’, algo ‘formado’, ‘compuesto’ –que es la significación de fictio– no necesariamente falsas o inefectivas o meros experimentos mentales de ‘como si’” (op cit: 28); y, lo último, por el surgimiento de una suerte de antropología de la antropología preocupada “de analizar críticamente los recursos retóricos y ‘autoritarios’ de la etnografía convencional y de tipificar nuevas alternativas de escritura etnográfica” (Reynoso, 1998[91]: 28).

Componente históricamente marginal al interior de la disciplina, la introducción de esta preocupación por el texto, no obstante se la pueda minimizar señalándola como puramente formal o estética, ha planteado interesantes cuestiones de fondo en torno al modo en que el otro aparece o desaparece en él toda vez que, como ha dicho el norteamericano James Clifford, “si la etnografía produce interpretaciones culturales a partir de intensas experiencias de investigación, ¿cómo es que la experiencia, no sujeta a reglas, se transforma en informe escrito autorizado?” (1998[91]: 144). O puesto de otro modo, “¿cómo es, precisamente, que un encuentro transcultural, locuaz y sobredeterminado, atravesado por relaciones de poder y desencuentros personales, puede ser circunscrito como una versión adecuada de ‘otro mundo’ más o menos discreto, compuesto por un autor individual?” (ibid). Nunca cabalmente tomado en serio, para Geertz, en tanto, “la rareza que supone construir textos ostensiblemente científicos a partir de experiencias claramente biográficas, que es lo que al fin y al cabo hacen los etnógrafos” (1989: 19-20), habría sido arrinconada en cuestiones relativas a la mecánica del conocimiento remontando “las dificultades que [aquéllos] experimentan a la hora de construir tales descripciones a la problemática del trabajo de campo, en vez de a la del discurso” (op cit: 19), y quedando su presencia, consecuentemente, “relegada, del mismo modo que otras cuestiones embarazosas, al prefacio, las notas o los apéndices” (op cit: 26).

Tema complejo, esta inquietud por el texto y las diversas búsquedas que en torno suyo se han elaborado, y que ordenadas por Reynoso en tres grandes grupos de inclusión serían expresión, más o menos, de un similar reparo al modelo científico y sus derivadas dificultades de representación
[11], a partir de la publicación del Diario de Malinowski, para un autor como Geertz, sería más un problema literario de descripción participante que un asunto únicamente referido al método de su observación, o al sustrato psicológico si en su opción se adopta un enfoque del tipo yo testifical. En este sentido, “el problema, por plantearlo en términos tan prosaicos como sea posible, es el de cómo representar el proceso de investigación en el producto de la investigación” (1989: 94).

Planteado como “el paso de lo que ocurrió allá a lo que se cuenta acá” (op cit: 88), Tyler, por su parte, afirmando que la retórica de la etnografía no sería científica ni política sino ética dada la implicancia de su prefijo etno–, sitúa el problema precisamente en que ésta se contextualizaría por medio de una tecnología de comunicación escrita, en este caso dada por la presencia de su sufijo –grafía, cuestión que no sería menor ni gratuita toda vez que traería consigo el problema de su textualización. Dada la especificidad ética de su discurso, en una etnografía así dibujada los demás discursos se relativizarían, justificarían y adquirirían significado, determinándose su trascendencia no porque describa algún conocimiento (retórica de la ciencia), o porque produzca alguna acción (retórica de la política), sino porque evocaría “lo que no puede ser conocido discursivamente ni perfectamente conocido, aunque todo lo que conoce es como si fuera discursivamente y todo lo que conoce es como si fuera a la perfección” (1998[91]a: 298). Ello porque, como se adelantó, su forma de comunicación es escrita y, como tal, configura una impresión acerca de la cosa que conoce, no ya porque la presente o represente, sino porque la torna disponible a través de su ausencia.

En este mismo sentido, sigue Tyler, “habiendo percibido el significado limitante del segundo miembro del término compuesto ‘etnografía’ (‘–grafía’, de graphein, ‘escribir’), algunos etnógrafos han domado al salvaje, no con la pluma sino con el grabador, reduciéndolo a un ‘hombre lineal’”, no obstante su pretensión, en principio, fuese la de retornar a la performance oral o al diálogo y, así, abrir un espacio en el texto al nativo (op cit: 303). Solo pretensión, en su juicio ellos ejercerían “un control total sobre su discurso y le roban la única cosa que le había quedado: su voz” (ibid). Así las cosas, al igual como ocurriría en el juego de la representación política, esta práctica también supondría un acto de represión dado que estaría relacionada, en sus palabras, con el hecho de que “la típica ‘descripción’ etnográfica ‘desescribe’ al nativo; el etnógrafo ‘habla por’ el nativo, representándolo –para sus propósitos– en el discurso aparentemente universalizado de la antropología” (1998[91]b: 289) y transformándolo, en adelante, en tanto texto, en “una reserva de información que puede ser objetivamente manipulada, diseccionada, reutilizada y puesta en uso para propósitos determinados, independientemente del texto mismo o de sus circunstancias originarias” (ibid). De ahí en más, continúa, se estaría en presencia de “una doble sustitución/represión, pues la voz del otro se representa en la letra de su representador. El movimiento de lo oral a lo literario en la ‘descripción’ (write-up) es a la vez re-presentación y re-presión. Representar es reprimir, y la escritura es la tecnología de la representación/represión” (ibid).

Sesudo problema, mientras para Geertz “el más directo modo de llevar a efecto el trabajo de campo como un encuentro personal y, al mismo tiempo, la etnografía como un relato fiable, es convertir la forma de diario que Malinowski empleó para confinar sus pensamientos impuros en un polaco garabateado, en un género ordenado y público, algo que todo el mundo pueda leer” (1989: 94), para autores como Tyler iría aún más allá por cuanto “lo importante del discurso no es cómo hacer una representación mejor, sino cómo evitar la representación” (1998[91]a: 303), ello porque “toda la ideología de la significación representacional es una ideología del poder. Para romper su hechizo tenemos que atacar la escritura, la significación representacional totalizadora y la autoridad autorial” (op cit: 305-306). En acuerdo con ello, su propuesta estaría señalada por la necesidad de elaborar:

un texto cooperativamente desenvuelto, consistente de fragmentos de discurso que pretenden evocar en las mentes del lector y del escritor una fantasía emergente de un mundo posible de realidad de sentido común, y provocar así una integración estética que poseerá un efecto terapéutico […] en una palabra, poesía; pero no en su forma textual, sino en su retorno al contexto y a la función original de la poesía, la cual, por medio de su ruptura performativa con el habla cotidiana, evocaba recuerdos del ethos de la comunidad e impulsaba así a los oyentes a actuar éticamente (op cit: 300)
[12].

Expuesta esta ampliación del registro como necesidad a partir de la evidenciación de las complejidades del trabajo de campo y su ocultamiento en el pálido retrato que de él ha venido haciéndose en las monografías realistas, en el II Congreso Chileno de Antropología llevado a cabo en noviembre de 1995 en la ciudad de Valdivia, el antropólogo chileno Yanko González, llamando la atención en torno a las muchas posibilidades con que puede entenderse a la etnografía y cómo, contrario sensu, se la fue restringiendo hasta casi convertirla en una mera descripción naturalizada o proveedora de datos, se introdujo en el llamado giro poiético habido al interior de la disciplina, en especial desde que comenzara a apreciarse su particular vinculación con el trabajo teórico. Ocurrido hacia finales de los 60 en el marco de la corriente interpretativa, su decantación incluso como antropología poética, una suerte de intergénero que marcaría “un giro más o menos conflictivo con las ciencias sociales, con la antropología y tangencialmente con la propia etnografía” (1997a: 248), a decir de este autor guardaría relación, por una parte, con el reconocimiento del esfuerzo etnográfico en otras veredas no exclusivamente disciplinarias y, por otra, con una cierta subversión epistemológica, o desacato al cientificismo, que habría llevado a la radicalización de la subjetividad en la descripción de la alteridad por parte del etnógrafo que, en adelante, comienza a aceptarse, también, como su tamiz y autor y, en consecuencia, a explorar otras formas discursivas para la construcción de tales relatos.

En esta línea, la posibilidad de reconocer etnográficamente otros registros, poéticos en este caso, en la medida que “se centran en grupos culturales diferenciados e intentan comprender y dar cuenta de éstos a un lector que opera como audiencia, siendo el poeta el observador y traductor de claves culturales que aparecen problemáticas de ser resueltas” (1997a: 252), no solo estaría hablándonos de que “siempre se hizo etnografía fuera de la etnografía, importando un bledo. [O que] siempre se incurrió en la factura, a través de todos los medios posibles, de etnografías experimentales, buenas y malas” (1997b: 258), sino también de que la necesidad comprensiva de lo otro no sería privativa de la antropología y, por extensión, del mundo científico donde aquélla se ha inscrito. Por el contrario. Cuestionados los límites disciplinarios, o relevados más bien como limitantes, la difuminación de las fronteras genéricas y el descrédito de la procedencia académica como la única autorizada para el ejercicio de esta empresa, actuarían, en la elaboración de González, como una oportunidad para la mejor ‘representación’ de las realidades otras que se intentan ‘presentar’, siendo esta antropología poética mucho más que solo una tentativa revitalizadora de los relatos a partir de la utilización de las herramientas de la literatura, en especial de la metáfora en tanto su tropo más importante
[13].

Por su parte, el ya presentado Francisco Gallardo junto al también antropólogo Daniel Quiroz, en la introducción a un libro inédito tentativamente titulado Un almuerzo desnudo: Ensayos sobre experiencia, poética y cultura material, que reúne las ponencias del Encuentro Antropología, Representación, Poética, realizado en la ciudad de Ancud, entre el 26 y el 29 de marzo de 1998, apuntan que:

la metáfora, que es la base del lenguaje poético, nos autoriza a decir algo de una manera original, novedad cuya residencia es única y habla desde el mundo inconsciente instaurado en nosotros mismos [quedando, el texto poético,] a merced de una tensión, un supuesto entre lo uno y lo otro que no se resuelve, pero que en su indeterminación instala un flujo de metáforas que corren en la dirección de la experiencia y la revelación (s/f).

Afirmando, asimismo, que “esta opción escritural es quizás una de las vías de solución proclamadas por la etnografía posmoderna para liberarnos (o tal vez simplemente para recuperarnos de tanto en tanto) de esa neurosis (que es una enfermedad profesional como la silicosis o el alcoholismo) que supone el escribir textos donde el sujeto no parece tener relación con el objeto” (op cit), como González, estos autores amplifican la incursión y el efecto de lo poético en la antropología llevándolo a un terreno que no reside, únicamente, en lo estético o formal, esto es lo epistemológico en tanto ello supone un cuestionamiento, y una herramienta, de y para la observación: “en antropología, como en arqueología, lo poético es un modo de mirar (lo de siempre o lo ignorado), que al ser oblicuo cancela esa demoledora tentación de mirar al ‘otro’ de frente y verse reflejado” (ibid).

Levantada, entonces, la fuerza evocadora de la imagen poética como posibilidad para la escritura etnográfica, para Tyler su textualización no debiera constituir un problema prioritario toda vez que resuelta en conjunto con la población nativa, lo que importaría, a decir de él, es que el énfasis esté puesto en “el carácter emergente de la textualización, y en que la textualización sea sólo el movimiento interpretativo inicial que proporciona un texto negociado para que el lector lo interprete. El proceso hermenéutico no está restringido a la relación del lector con el texto, sino que incluye también las prácticas interpretativas del diálogo originado” (1998[91]a: 302).

Reparando en la dimensión dialógica de la experiencia de campo, por lo general aplastada por la tradición analógica de la escritura etnográfica convencional, Tedlock, en tanto, ha propuesto como alternativa un amplio programa que iría bastante más allá de la textualización del diálogo por la vía de su representación, la inclusión de citas nativas, o la preparación de colecciones de textos nativos o de autoría plural. Avances no del todo suficientes, para él éste ha de ser un tipo de escritura que sea capaz de vehicular la intersubjetividad del encuentro investigador/informante, la riqueza singular de los mundos ahí construidos, la continuidad de su diálogo incluso cuando la copresencia ha cesado, en suma, un tipo de escrito tal que reconozca que “en tanto que un diálogo se esté desarrollando, no es posible ninguna metanarrativa abarcadora” (1998[91]: 278)
[14]. Un texto, entonces, que no lo detenga en la persona del autor y lo amplíe hacia la de su co-autor, es decir que responda al estatuto de paridad habido en la situación dialógica y, desde ahí, marche hacia el reconocimiento del otro no solo como un sujeto productor de textos, sino también como intérprete de ellos. En palabras de Tedlock, ello guardaría relación con:

dejar que los otros, sean consultores en plenitud o meros intérpretes, se hagan cargo de casi todo el peso de la traducción y que depuren de este modo su inglés o su francés o su pidgin después de hacerlo. Este es el escándalo que se esconde detrás de la escasez y la pobreza de discusiones sobre la traducción en la antropología. Y es la suprema ironía de una antropología que afirma ser interpretativa sin reconocer el hecho de que los otros no son sólo productores de textos, literales o figurativos, sino también intérpretes de textos, intérpretes en el pleno sentido, incluyendo a los traductores (op cit: 282).

Paso hacia adelante en la ampliación del entendimiento interpretativo y la búsqueda de otras formas de textualización, Tedlock también ha planteado que “si una re-presentación significa a veces reproducir una experiencia pasada en un nuevo tiempo y lugar para una nueva audiencia, entonces la traducción no es representación. La traducción no reproduce ninguna experiencia que alguien haya tenido. En vez de eso crea una nueva experiencia” (op cit: 281), vale decir que construiría una otra interpretación, un punto a partir del cual se confiere al diálogo que hay en o detrás suyo (sea éste interno o con el otro), un valor interpretativo en sí mismo y un carácter móvil no reducible en comprensiones totalizadoras
[15]. En este sentido, a la pregunta que él mismo se hace con respecto a si el discurso escrito podría seguir siendo dialógico si es controlado por una sola persona, se responde que:

Hay dos sentidos importantes en los que un solo autor no puede posiblemente ejercer control. Primero que nada, ni la intención del etnógrafo ni la del otro con quien él dialoga pueden controlar lo que Gadamer llama la ‘virtualidad hermenéutica’ que rodea todo texto en el momento en que entra en el mundo del lenguaje preexistente; al mismo efecto Bajtín llamó ‘heteroglosia’. Segundo, aún si ignoramos el texto virtual que rodea a un texto real, ningún autor, por lo menos a largo plazo, puede ser lo que Kristeva llama el ‘sujeto unario’, que produce un texto que es completamente consistente consigo mismo. Cualquier autor es tarde o temprano un ‘sujeto escindido’ o un ‘sujeto en proceso’, y no algún todo unitario que ejerce una voluntad autorial. Los autores que dejan espacios para el discurso de otros más allá de aislados ‘términos nativos’ e incluso más allá de frases completas, han reconocido por lo menos la existencia de sujetos hablantes aparte de ellos mismos. Además está el hecho del descubrimiento de que ningún sujeto, sea entre nosotros mismos o entre los otros, es capaz de un monólogo sin quiebras (op cit: 285)
[16].

Recogiendo el aporte del crítico literario ruso Mijail Bajtín, Tedlock trae a colación el concepto de heteroglosia, esto es aquella característica que señala al lenguaje como un reducto inestable, dinámico y en constante diferenciación a raíz de las disputas de uso y significado dadas entre los grupos, de muchos modos diversos, que en él se relacionan. Terreno de enfrentamientos varios (sociales e ideológicos, p.e.), en sus palabras, ello dificultaría, junto con la intersubjetividad propia del lenguaje, su apropiación monológica por parte de un único autor y llevaría, a Reynoso, a la vez que a sindicar a Bajtín como el fundador de la dialógica, a reparar en el continuo de un diálogo y su intertextualidad como unas de sus propiedades:

cualquier expresión, por autónoma o completa que parezca, no es otra cosa que un momento de un diálogo, un fragmento en el proceso continuo de la comunicación verbal o intertextual. Aun en un texto identificable que en apariencia cierra un conjunto de postulados, es posible detectar que los contenidos responden a otros textos y predecir que a su vez será respondido por otros más. Un texto (o un monólogo) no es sino una unidad de una intertextualidad continua (1998[91]: 26)
[17].

Relevado el valor de la intersubjetividad en las relaciones de campo y, por extensión, el de la naturaleza cooperativa que subyacería a toda producción de entendimiento (sea que éste surja efectivamente por la vía del acuerdo, sea que lo haga a través del desacuerdo), lo que parece cobrar un nuevo aire con ello es el enfoque interpretativo, por una parte, y la conversación como su recurso preferencial, por la otra. Así, a la ascensión al rango de intérprete de textos y no ya solo de productor de ellos hecha en la persona del nativo, le ha seguido un cierto movimiento tendiente a reconocer la importancia de la conversación no solo como lo que «naturalmente» se hace en la vida social y en las prácticas de la investigación antropológica, sino como una interesante posibilidad para hacer frente al no resuelto problema de la representación.

De una forma concebida, entonces, la conversación como “el vehículo más importante para mantener la realidad; [dado que,] operando en el sentido del mecanismo conversacional el individuo protege y confirma la consistencia de su mundo” (Rapport, 1997: 180-181), a la vez que se provee de un sostén que le “sirve para estructurar las percepciones subjetivas en un orden social típico, intersubjetivo, cohesivo y universal” (op cit: 181); de otra manera, prosigue el mismo autor, también se podría avanzar en una textualización más «conversacional» de su experiencia de conocimiento si se acepta su extendido uso en la antropología como foco, tema e imagen dada la importancia de lo que ‘naturalmente está en ocurrencia’, esto es que va al corazón mismo del intercambio social y del proceso cultural:

La representación puede tender fatalmente a la reducción, de la misma manera en que los conceptos reemplazan a procesos complejos de interpretación y los textos únicos sostienen intercambios variados. Sin embargo, si juntamos en un texto las voces distintas, diversas e incompatibles y las epistemes de un medio social de modo tal que subraye su irreconciabilidad y que su interacción pueda describirse como ‘escribiendo como conversación’, entonces todavía puede ser posible aseverar que ‘la conversación epistemológica de este texto es como la conversación cotidiana de la vida social’ (op cit: 179).

Ahora bien, siguiendo a Tedlock, quien sostiene que las diferencias de estatus habidas entre autor y crítico se difuminarían “desde un discurso íntegramente dialogizado, llevado adelante con plena conciencia de que la interpretación es inherente al discurso y no solamente algo que se hace después que el ‘texto original’ ha sido establecido” (1998[91]: 286-287), se estaría en condiciones de llegar, por otro camino, a visualizar al lector como parte integrante de sucesivas redes de elaboración y reelaboración interpretativa. Rota la cadena autoritaria que situaba al autor como el único dador de la realidad, se rompería, asimismo, esa otra que hacía del lector un pasivo receptor de él, estableciéndose, como postula Tyler, “la idea de que el tránsito trascendental, el momento holístico, no está textualmente determinado ni es derecho exclusivo del autor, sino que en lugar de eso es la interacción funcional de texto-autor-lector” (1998[91]a: 306). Al respecto, él mismo prosigue:

La etnografía posmoderna no practica la síntesis en el interior del texto. El tránsito sinóptico es una trascendencia no sintética que es evocada por (pero que no es inmanente a) el texto. El texto posee la capacidad paradójica de evocar la trascendencia sin síntesis, sin crear en el interior de sí mismo dispositivos formales y estrategias conceptuales de orden trascendental. En común con el programa de Adorno, la etnografía posmoderna evita cualquier suposición de una armonía entre el orden lógico-conceptual del texto y el orden de las cosas, y procura eliminar el nexo sujeto-objeto rehusándose a la posibilidad de su separación o a la dominancia del uno sobre el otro en forma de texto-como-espejo-del-pensamiento. Ella cumplimenta una utopía cognitiva no de la subjetividad del autor o de la del lector sino del autor-texto-lector, una mente emergente que no tiene locus individual, y que en lugar de eso es una infinidad de loci posibles (op cit: 307)
[18].

Una última posibilidad en el ámbito de estas búsquedas, la reinstalación de la metáfora del viaje contenida en las notas de campo (y su registro), también hablaría de un ejercicio empático y cómo, a través suyo, el antropólogo realiza su trabajo y arriba, cooperativamente de cara al otro culturalmente distinto, a su entendimiento. Así, si cada vez es más evidente la interdependencia mundial, sus mutuas y múltiples influencias al punto de que hoy día se pueda afirmar que las culturas se hacen en movimiento, ¿cómo no, entonces, emprender el desafío de una comprensión que lo incorpore metodológicamente? En este sentido, la crónica de viaje, o textualización en tránsito, podría ser una alternativa en contra no solo de los acercamientos realistas convencionales que excluyen la experiencia del conocimiento a los bordes de sus textos como si ello fuese marginal también en la construcción de su comprensión, sino como una alternativa textual que si no resuelve el problema de la representación, al menos sí incorpora otros elementos para la evocación de su experiencia y el contraste que desde ahí pueda emprender el lector en su propio viaje de lectura y reinterpretación de ella (cf. Piña, 2004).

Herramienta sugerente por sus posibilidades en la evocación de la riqueza dada en terreno, al igual que el empleo de notas y su posterior utilización, la opción por la recurrente entrada y salida al y desde el campo, nuevamente plantea, desde el movimiento que le es consustancial (entrar/salir, entrar/salir), la necesidad de atender no solo a su proceso en tanto situación que está en ocurrencia y desde ahí sostiene la necesidad de no detenerlo en el texto, sino además de impedir el acostumbramiento o domesticación de la mirada que, a su vez, podría limitar la visualización de lo otro, lo propio y lo que en su interrelación se da. Siendo permanentemente todo nuevo, estando la sorpresa instalada por dentro y fuera de la relación de campo, ¿cómo desatender al proceso en ocurrencia y, luego, cómo detenerlo en el texto si las notas de campo, cual pepe grillo etnográfico, estarán ahí para recordárnoslo?


IV

Relevada la paridad autor/lector a través de la intermediación del texto que los reúne, o separa, y cuestionada la elaboración de una única mirada sintética, no ya como extensión del rechazo al ejercicio de autoridad que conlleva o el apego al voluntarista discurso de la diversidad, sino como la imposibilidad epistemológica de detener el continuo interpretativo en un único y definitivo juicio abarcador, la antropología estaría señalando un tránsito que no todos valorarían de igual modo, cual es su actual giro hacia la reflexividad. Señalada ésta como la conciencia del investigador con respecto a su persona (edad, género, clase social, pertenencia étnica, p.e.), los efectos que provoca, el contexto sociopolítico que rodea la relación de investigación y otras condicionantes como su posición teórica y epistemológica (cf. Guber, 2001), también se la ha situado como la contemporánea fase del habitual auto-examen disciplinario, punto desde donde se la estaría llevando, a decir de Renée Hirschon, al riesgo “muy real de que toda esa escuela en su conjunto acabe derrumbándose y convirtiéndose en un caos impenetrable de auto-orientación” (1998: 159) y escritura solipsista, más aún por el peligro que contendría la radicalización de su postura a través de la disolución de las distancias sujeto/objeto. Si ello llegase a ocurrir, en sus palabras, no podría “haber un ‘otro’, ninguna realidad más allá del yo [y se estaría ante] el fin de la antropología –si no del conocimiento en su conjunto” (ibid).

Extrema en su juicio y la necesidad de mantener un sentido del rigor en la forma de categorías de análisis, límites y estructuras que fomenten el pensamiento creativo, esta misma apertura, de otro lado, sería valorada por su contribución a instalar la imagen del antropólogo como un sujeto otro equivalente al sujeto de estudio, vale decir una persona que, alejada del aséptico rol de observador trascendente que solía jugar, no solo puede afectarse a lo largo de sus investigaciones, sino que además se pregunta cuánto de ello, y cómo, incide en el conocimiento e interpretación de la realidad que estudia. Para la ya citada antropóloga argentina Rosana Guber, ello no debiera limitarse a las tareas de campo sino que hacerse extensivo a la preparación escrita de los materiales etnográficos toda vez que “el llamado posmoderno a la reflexividad supuso que el etnógrafo debía someter a crítica su propia posición en el texto y en su relato (account, descripción) del pueblo en estudio, bajo el supuesto de que lo que estamos capacitados para ver en los demás depende en buena medida de lo que está en nosotros mismos” (2001: 124)
[19]. En retroceso su indiferencia, conceptos como el de carnavalización desarrollado por Bajtín para referir lo inapropiado de la distinción actor/espectador frente a fenómenos envolventes como pueden ser los carnavales; o el punto de vista situado planteado por Renato Rosaldo para remarcar el hecho de que tanto “las culturas y sus ‘sujetos ubicados’ están amarrados con poder, y el poder a su vez está moldeado por las formas culturales” (1991[89]: 158)[20], entre otros, ayudarían a explicar, también, el repliegue relativo de los científicos conceptos de neutralidad y objetividad.

Metodológicamente reconocibles, por último, también en el compartido ámbito de las aproximaciones biográficas, éstas, en su mismo desarrollo, pueden permitir el establecimiento de relaciones de implicación entre las partes que se encuentran modificando, de paso, la distribución de poder y el modo de entender la producción de conocimiento. En cuestión la asimetría sujeto/objeto de la tradicional relación investigador/informante, el trabajo del primero puede ser concebido como una construcción intersubjetiva que también a él lo envuelve remarcándose, con ello, no solo su mutua interdependencia y equivalencia, sino la emergencia de su entendimiento, esto es aquello que luego será depositado en el papel, en el acto mismo que la verbaliza, vale decir la relación de investigación que los convoca.

El riesgo, sin embargo, de que efectivamente esta preocupación reflexiva termine por imponer la figura del investigador a la de su interlocutor, en una suerte de doble negación del otro y de la relación de interlocución, esta vez por sobrevaloración de lo que a él le ocurre en las labores de investigación, parece un peligro cierto. Ir al campo y volver de él con el otro reducido a notas y aplastado entre las páginas de un diario (de vida y no de terreno, en esta ocasión), como antes podía ocurrir con la naturalización de la propia presencia que terminaba por olvidar y hacer olvidar nuestra intermediación en la transformación del dato en información y, más tarde, en escribir encima de la otredad y no sobre ella, sigue siendo un desafío que, más allá o más acá de las alternativas y discusión aquí referidas, no debería desconocer que, como dice Yanko González que a su vez dice Mary Shelley, “quien añade ciencia/ añade dolor”. Y eso no solo tiene que ver con el forzamiento de lo real en beneficio de nuestros marcos teóricos, sino también con su posterior aplicación, pública o privada, en la forma de políticas o programas de intervención, dado el hecho de que ellos, además, guardarían alguna relación con los marcos epocales en que esta actividad se desarrolla y, por tanto, con lo que es posible pensar y no pensar. Allí otra preocupación, su transformación en oportunidad es otro desafío.


Leonardo Piña Cabrera,
Santiago, Julio 29 de 2006


[Ensayo presentado en julio de 2006, en el marco de la asignatura Epistemología y Metodología de la Investigación dictada por el Doctor Sergio González, en el Programa de Doctorado en Antropología de las Universidades de Tarapacá y Católica del Norte. Publicado posteriormente en Revista Austral de Ciencias Sociales, Universidad Austral de Chile, Valdivia, Agosto de 2007, Número 12, pp. 109-130]


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[1] Extrapolada desde el mundo de las ciencias duras y señalada como una característica de relación, Edgard Morin la ha definido como el “proceso en el que los efectos o productos al mismo tiempo son causados y productores del proceso mismo, y en el que los estados finales son necesarios para la generación de los estados iniciales” (1988: 111), lo que remarcaría el carácter no necesariamente lineal de los fenómenos sociales.
[2] “Las teorías –al respecto afirma este autor– dan forma y orden a los hechos, y por lo tanto pueden ser mantenidas pase lo que pase” (Feyerabend, 2001: 382).
[3] “En realidad –dice Feyerabend– la teoría que hemos elegido puede ser sumamente repugnante. Puede contener contradicciones, puede estar en conflicto con hechos bien conocidos, puede ser engorrosa, poco clara, ‘ad hoc’ en lugares decisivos, y así sucesivamente. Pero puede aún ser mejor que cualquier otra teoría disponible en aquel momento, puede en realidad ser la mejor teoría repugnante que hay” (2001: 382).
[4] “En ciencias sociales –a este respecto ahonda Gallardo– palabras como sobredeterminación, sustancia del significante, autonomía relativa, estructura, adaptación, fractal, reconstrucción, caja negra y entropía negativa son la pesadilla de muchos y el sueño de grandeza de unos pocos” (2000: 57).
[5] No muy distintas las reacciones entre profesores y estudiantes de antropología, sus extremos estuvieron marcados por el más completo rechazo ante la ‘falta de respeto’ contenida en afirmaciones que relativizaban el acierto de autores como Thomas Khun, el hermetismo en la escritura de Heidegger o Derrida, o el remedo no logrado de los seguidores de Marx, hasta su más alegre aceptación tanto por el contenido como por la ironía utilizada, en especial aquella alcanzada en la caracterización de los exponentes de las teorías antropológica simbólica, estructuralista, marxista, posmoderna y ecológico cultural. Entre medio, llamó especialmente la atención la molestia de un antropólogo que reclamó por los largos años de universidad invertidos en el estudio de la disciplina para que, varios años después, le informasen, entre bromas y por la vía de un artículo, que ello no necesariamente lo distinguía de cualquier otro hijo de vecino.
[6] Sobre el particular, puede confrontarse el capítulo “La nueva física” que el físico austriaco Fritjof Capra incorpora en su libro El punto crucial. Ciencia, sociedad y cultura naciente (1985: 81-107).
[7] Más radical aún, Maturana agrega que nada antecedería su distinción puesto que “la existencia en cualquier dominio, aún la existencia del observador, es constituida en las distinciones del observador en la explicación de su praxis del vivir. O, en otras palabras, nada existe fuera del lenguajear, porque la existencia está constituida en la explicación de la praxis del vivir del observador, independientemente del camino explicativo seguido. Incluso la praxis del vivir del observador existe sólo mientras él o ella trae a la mano el lenguajear para explicaciones o descripciones” (1997: 114).
[8] Puesto de otro modo, para el antropólogo norteamericano William Adams detrás de toda filosofía y teoría social habría una ideología, vale decir un conjunto de “convicciones primarias sobre lo que está bien o está mal [y que constituirían] sistemas de actuación basados en esas creencias” (2003[1998]: 20), mismos que, más allá de la memoria humana y sin un certificado de nacimiento intelectual como las teorías o los sistemas filosóficos, decantarían racionalmente hasta dar forma a las teorías científicas.
[9] A este respecto, en nuestro país pueden destacarse los libros Karra Maw’n (Riedemann, 1984),) y Metales pesados (González, 1998), en los cuales sus autores, ambos antropólogos y poetas (o antropólogos poetas), deciden abordar cruda y sensiblemente desde el recurso de la poesía, en el caso del primero, la temática del contacto mapuche/español/chileno en una suerte de crónica donde el narrador se incorpora sin tapujos en lo narrado y, en el caso del segundo, la situación urbano marginal de vastos sectores de la juventud de nuestras ciudades en un juego dialógico donde incluso llega a perder la voz y el puesto al serle arrebatados por parte de sus enojados personajes. Otro trabajo, Atacameños del siglo XX (Valenzuela y Loo, 1997), un registro a medio camino entre la fotografía, la antropología y la poesía, recupera y actualiza una serie de imágenes fotográficas del mundo atacameño con otras, delicadas y subjetivas, generadas a partir de la evocación que su observación produce en la mente de los investigadores.
[10] En una entrevista no ha mucho publicada por la Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, Geertz señala su trabajo como anterior, en varias de sus partes, a la fecha de realización del aludido Seminario, por lo que, precisa, su debate estaría cronológicamente distorsionado si se considera que algunas de las exposiciones ahí presentadas serían una reacción a las conferencias que, a su vez, originaron El antropólogo como autor (cf. García Amilburu, 1999: 23-24).
[11] Agrupándolas en las llamadas corriente meta-etnográfica, experimental y radical, Reynoso señala que las tres “podrían situarse a lo largo de una línea que involucra primero la situación de la escritura etnográfica como problema, luego la práctica o el programa de nuevas modalidades de escritura y por último el estallido de los géneros literarios académicos a través de la pérdida de la forma en Taussig o de la pérdida de la escritura misma en Tyler” (1998[91]: 29).
[12] No convencido del todo, Dennis Tedlock, se pregunta “¿qué es la evocación sino una especie de representación selectiva, un paso hacia el costado, metonímico?” (1998[91]: 282).
[13] Forma de ver que yace en la ficción y que tiene en la preocupación estética un ancla doblemente relevante por las posibilidades que abre para una lectura crítica-literaria y su alejamiento de la tradición narrativa de la etnografía y de la pretensión realista de la ciencia, que no comparte, tal caracterización lo lleva a reunir, en una amplia lista, una serie de exponentes de este particular registro, no todos antropólogos de formación. Del mismo modo, pero en otra parte de sus observaciones y a partir de lo que llama ‘el poder cognitivo de la metáfora’, señala a Pedro Lemebel y sus obras Adiós mariquita linda y Loco afán, como exponentes privilegiados de este esfuerzo etnográfico (cf. González, 2005).
[14] Tampoco convencido, Tyler plantea que el diálogo, “como estrategia de textualización, no puede superar su propia textualización. No puede presentarse como otra cosa que una textualización y argumentar que es una mejor representación de lo que ha sido reprimido para constituirlo en representación” (1998[91]b: 290).
[15] Muy próximo a lo señalado por Maturana, a propósito de la distinta pertenencia de la explicación y lo explicado y su relación generativa (no lógica deductiva), éste ha dicho que: “lo que explicamos es nuestra experiencia, y explicamos nuestra experiencia con las coherencias de nuestra experiencia, y al explicar nuestras experiencias cambia nuestra experiencia” (1997: 11).
[16] Afirmando que la textualización de un diálogo no necesariamente transforma a un texto en dialógico, Clifford sostiene que “una manera alternativa de representar esta complejidad discursiva es comprender el curso general de la investigación como una negociación continua” (1998[91]: 161-162).
[17] En nuestro país, un trabajo precursor en esta línea es el libro De todo el universo entero, escrito en colaboración por Claudio Mercado y Luis Galdames (1997), y en el que se aborda, dialógicamente, la vinculación de un antropólogo con una comunidad danzante china y la relación, de conocimiento, con uno de sus interlocutores.
[18] Señalando que la narrativa y su dimensión escritural en antropología y arqueología ha perdido su ingenuidad, en nuestro país Quiroz y Gallardo han reforzado la idea de que “el texto no es la realidad aludida es una segunda realidad, es un medio que con-textualiza nuestra experiencia proporcionándole un marco de sentido. Confundir la escritura con aquello que se designa es un humanocentrismo” (s/f).
[19] Antes y de otra forma dicho, Geertz ha afirmado que “si uno sabe lo que el antropólogo piensa lo que es un salvaje, ya tiene la clave de su obra. Si sabe uno lo que el antropólogo piensa que él mismo es, sabe uno en general el tipo de cosas que dirá sobre la tribu que está estudiando. Toda etnografía es en parte filosofía, y una buena dosis de lo demás es confesión” (1997[1973]: 287).
[20] Al respecto, Rosaldo sostiene que “cuando discuten las formas de conocimiento social, tanto los analistas como los actores humanos, uno debe considerar sus posiciones sociales. ¿Cuáles son las complejidades de la identidad social del orador? ¿Qué experiencias vitales la han moldeado? ¿La persona habla desde una posición de dominio relativo o subordinación relativa?” (1991[89]: 158).